Política, desregulación y espectáculo
Estamos cansados del nuevo apocalipsis: el desencuentro de todos en el marco de un nuevo milenio. La política atenta contra nuestra felicidad individual. Cuatro jinetes la cabalgan en medio de una tempestad silenciosa: para reanimarla, reclamando el esplendor de los viejos tiempos; para desmentirla, enmascarando las ambiciones de poder; para exacerbarla, con promesa de nuevas experiencias totalitarias; o simplemente para liquidarla, vaciando de sentido la historia.
La desideologización de la política es una falacia. Tal criterio esconde una doble abstención. Preservando la pureza de propósitos, no nos atrevemos a oler la realidad para subvertirla. Perfeccionando las fórmulas de supervivencia, no incurrimos en la audacia de repensar la vida misma. Por consiguiente, luce más cómoda la pretensión de deslegitimar a quienes, de una forma u otra, tienen principios y (anti) valores que realizar.
No hay tal desideologización, sino un asalto a la política para desfigurarla. Es decir, la materialización de un conjunto de intenciones orientadas a la exclusión creciente de grupos y personas en las decisiones que les concierne.
La crisis persistirá y la próxima centuria, por muy mítica que sea, no nos relevará de ella y de las responsabilidades personales que acarrea. No es deseable volver a los antigüos procederes, apostar por una solución única y terminal, someterse al espectáculo y huir despavoridos. Es necesario reencontrarnos y, así, actualizar las instituciones, estimular los consensos alrededor de proyectos claramente definidos y discutidos, reivindicar los espacios y el servicio público, protagonizar los cambios.
El desinterés por el origen y las consecuencias reales de los problemas, lleva a un debate superficial donde apenas cabe la política como un espectáculo más. Y es de suponer que los profesionales de la diversión, en este marco, cuentan con mayores posibilidades, imponiéndose por encima de las trayectorias que digan del estudio profundo de las realidades así como de los remedios y diligencias que son necesarios de acordar.
El lenguaje doctrinario, ideológico y programático es reemplazado por el que apela a los instintos y las relaciones primarias. Este es un camino que intenta reconstruir nuestra realidad, porque también aquél ha fracasado en hacerlo y, más de las veces, libra un combate desigual con los medios de comunicación social. Se hacen cada vez más complejos los asuntos que conciernen a todos y no hay un código que los asuma íntegramente. Y es que el poder, en lo que se ha dado en llamar la postmodernidad, sufre progresivamente los embates de la dispersión y, en el imaginario popular, sus agentes deben distinguirse por la banalidad y el exhibicionismo, supuestamente capaces de sacarnos del retraimiento: el neoautoritarismo, por denominarlo de algún modo, acentúa el fenómeno de la absoluta improvisación del destino compartido.
La transición inconclusa que experimentamos hacia otro estadio histórico muestra una riqueza simbólica que contrasta con las incertidumbres conceptuales. El Siglo XXI aparece como un mito alimentado por la fantasía, en el que podemos invertir todas las ilusiones y enfatizar los más variados estereotipos que den cuenta de una realidad insuficientemente comprendida. Símbolos e imágenes que sirven de orientación cognoscitiva, estimativa y afectiva, sirviendo a una actitud política. No obstante, los iluminados de distintos signos creen llenar todas las expectativas, como si no fuésemos una comunidad de personas.
La política como espectáculo tiene una magnífica plataforma en la debilidad de las convicciones sobre la vida pública. Es, ante todo, moralista. Es prisionera del discurso ligero y caprichoso, de enunciados desechables y refrigerables , como si estuviese relevada de toda regulación ética.
La lección de estos años recientes es demasiado amarga. Compartamos la urgencia de pensar y hacer la política con la fuerza poética de una realidad que espera por otra. Y, sobre todo, por nosotros.