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Juego de tronos

Estoy pegado a ‘Game of Thrones’ y no me siento orgulloso, porque, aunque la historia no tiene pierde, se trata de esas cosas que te dejan vacío después de consumirla, como el alcohol o la saga completa de ‘Star Wars’. De ahí que me dé vergüenza reconocerlo.

No suelo ver series, pero una vez entré a ‘Game of Thrones’ no pude salir. Luego de cuatro días y ocho episodios, tuve que hablarle a una amiga para discutir sobre los Lannister y los Stark. La charla se extendió a otras personas, y entendí que a los fanáticos del programa les gusta hablar de él casi tanto como verlo. Me recibieron como si hubiera abrazado la luz, y todos preguntaron quién era mi personaje favorito. Parece que en ‘Game of Thrones’ es importante tener un personaje favorito.

Es Lord Baelish, sin duda. Un tipo que ascendió hasta llegar a ser consejero del rey. No tiene apellidos, padrinos ni amigos. Se sabe dispensable. Siempre anda con una sonrisa que, aunque falsa, le da actitud. Cuando habla no se sabe si quiere ayudar a su interlocutor o perjudicarlo. Está lleno de miedo, y aunque es poderoso y millonario, tiene las de perder porque es un advenedizo que nunca será tratado como su igual por los nobles.

La serie tiene millones de fanáticos, muchos de ellos en este país, y es entendible. ‘Game of Thrones’ mezcla sexo, violencia, corrupción e intriga, todo enmarcado en una época medieval que podría ser la Colombia de hoy. Para empezar, unos señores feudales pelean sin piedad por tierra y poder. Hay torturas, prevalece la ley del más fuerte, no hay respeto por la vida y se maltrata por igual a mujeres, animales y niños. Al que alce la voz lo decapitan, y cualquiera puede morir porque sí, por estar donde no le tocaba. En ‘Game of Thrones’ la maldad manda, y al que uno le coge cariño por ser buena gente termina muerto, como acá.

Pero no solo eso. La justicia no funciona y los poderosos se creen por encima de ella. Si alguien quiere algo, lo toma por la fuerza. La cuna importa más que el talento. Hay clanes, y todos creen tener la verdad absoluta, nadie se preocupa por entender al otro. Hay clasismo, los matrimonios se arreglan por conveniencia y se celebran para ostentar. En ‘Game of Thrones’ no se puede andar por carretera. No solo porque los caminos estén acabados, sino porque el que sale de la casa no sabe si va a volver. Ningún viajero se cruza con otro, lo saluda y sigue, no. Se tienen que encender a espadazos hasta que uno de los dos muera. Tenemos ochocientos años de atraso, y necesitábamos que una serie extranjera nos lo demostrara.

Cuando desenvainan una espada, me excito porque sé que lo que viene es sangre. Ahí aflora mi peor versión, y quisiera que los que salen mal librados fueran ecologistas, animalistas, feministas, defensores de derechos humanos y de niños, antitaurinos, esos que promueven el uso de la bicicleta. En general, indignados que se ofenden por todo, desde los chistes del soldado Micolta hasta porque una universidad cancela un foro sobre el aborto. Y tienen razón en muchas de las causas por las que luchan, pero qué hago. Veo un capítulo y deseo acabar con todos, a ver si dejan en paz a los que no queremos hacer del mundo un lugar mejor. Es que nos tienen acorralados. Se han vuelto tiranos de las causas justas, se creen los buenos de la historia y reclaman todo con furia, como si el mundo les debiera algo.

‘Game of Thrones’ me está acabando. Yo no quiero hacerle daño a nadie, pero tampoco quiero salvar al mundo. Más bien soy como Lord Baelish, mi única aspiración es pasar de agache. Vine desde lejos, me hice a la brava y no tengo nada que perder. Aquí estoy de paso porque no pertenezco. Soy prescindible y en cualquier momento los dueños de este país se aburren de mí y me cortan la cabeza.


Adolfo Zableh

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