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Cachivaches en la Venezuela de hoy

En Pueblo Viejo, un caserío perteneciente al Municipio Píritu ubicado a la orilla de la Troncal 9 o Carretera de la Costa, una docena de viviendas entregadas por el Gobierno Nacional fueron tatuadas con los ojos de Chávez. Se les colocó la propaganda antes que el agua por tuberías y otros servicios públicos fundamentales. El lugar es un lunar en medio de la carretera, un urbanismo extraño con casas distintas a las que se encuentran en la zona.

Los planificadores de la obra no dispusieron en su proyecto ningún tipo de arborización. Esto no sorprende, el “ecosocialismo”, término cursi acuñado por la Revolución, se ha caracterizado más por su guerra contra las áreas verdes que por su aporte al medio ambiente. Similar situación se vive en el norte de Anzoátegui, entre Barcelona y Puerto La Cruz. Han construido un canal de “Bus de Transporte Rápido” que ralentizó, paradójicamente, el tránsito mientras destruía cuanto atisbo de verde encontraba a su paso. Lo mismo sucedió años atrás en Guanta, con la eliminación de gigantescos árboles para que el alcalde exhibiera un mural alusivo al oficialismo. Etc., etc., etc. Nunca la flora venezolana sufrió tanto el delirio destructivo de una tóxica gestión de gobierno.

En la entrada de aquel desierto en Píritu, colocan eventualmente un tarantín atendido por una mujer que agita una lámina de cartón para darse brisa. Un toldo, cuya lona está carcomida por la angustia y la pobreza que ahí lo instaló, intenta protegerla del inclemente sol oriental. La acompañan dos cabuyas amarradas a un par de postes de madera que en algún momento fueron la línea perimetral del terreno vecino. Las cuerdas, estaban rebosadas de pantalones viejos, franelas de tela desgastada y una docena de ganchos que exhibían vestidos femeninos, usados en mil y un aventuras. Era una venta de ropa de segunda mano, o de tercera, como tantas que abundan en las barriadas venezolanas.

Con la carencia de posibilidades en la frente y el alto costo de la vida como signo del momento, los vecinos de aquel sector improvisado, a la sombra de la mirada de Chávez, se dejaban caer uno a uno en el kiosko de la señora. Todos revisaban la pila de pantalones, el arrume de zapatos o las bolsas que contenían algunas franelillas para salvar la temporada. Los precios eran regateados porque no había otra opción, o se pedía descuento o no se compraba, pues hasta lo usado tiene un elevado costo en la Venezuela de estos días.

Como la premisa es comer, matar el hambre, engañarlo, o hacernos creer que lo estamos engañando, cualquier cachivache sirve para cubrir el cuerpo. La moda, el confort, los hilos costosos, la marca, la variedad y la abundancia, son cosas exclusivas de los nuevos grandes cacaos bolivarianísimos, que hablan de socialismo con la boca llena, portando lujosos trajes, con fortunas en la moneda imperial, hijos en distinguidos colegios internacionales y familiares causando estragos en otras tierras (ya no es secreto que la hija mayor de Chávez es una dama “aburguesada” ni que la familia del matrimonio Maduro-Flores se baña en todos los chorritos, hasta en el del narcotráfico).

Hemos vivido bonanzas impresionantes, ciclos de gastos a manos llenas, endeudamiento e inversiones colosales, sin embargo, el hambre siempre ha estado presente, como dijo Betancourt, “la clásica, la tradicional, la inenarrable hambre a la venezolana”.

La miseria no les es ajena a los venezolanos. Aunque el apasionado discurso político de los últimos tres lustros estuvo copado de frases absurdas como “ser rico es malo” y “ser pobre es bueno”, nuestra sociedad, desde hace 100 años, no ha dejado de ser una nación atascada en un modelo rentista que empobreció (y empobrece) a la gran mayoría de ciudadanos. Condenándolos, por decir lo menos, a vivir esta temporada de malas noticias que ensangrientan las calles y aniquilan la esperanza. No obstante, siempre hay una salida: votar.

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