El Editorial

El opio de los pueblos

Karl Marx, en su obra Contribución a la crítica del Derecho de Hegel (1884), dijo “La miseria religiosa es a la vez la expresión de la miseria real y la protesta contra la miseria real. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el sentimiento de un mundo sin corazón, así como el espíritu de una situación sin alma. Es el opio del pueblo”.

No pretendemos dilucidar en este breve escrito la veracidad o falsedad de esta aseveración, ni tampoco esgrimir el argumento que sustituir el pensamiento religioso por una ideología utópica no ha resuelto el aserto enunciado por Marx en 1844.

Es evidente que el ser humano al estar consciente de su temporalidad requiere creer en algo que le permita vivir con un sentido de trascendencia y las religiones le han servido, a través de los siglos, a aferrarse a unas creencias que le dan contenido espiritual a su existencia material. También los que no creen en las religiones, ni en la trascendencia del ser después de la muerte, requieren de algo espiritual que les de una razón de ser.

Lo grave es cuando, por razones esencialmente de poder, las religiones -y también las organizaciones políticas- se apoderan de las ilusiones que todos tenemos de una mejor vida, para conducir y dirigir a los creyentes hacia objetivos concretos y temporales.

La incalificable masacre de París, auspiciada por el llamado Estado Islámico y ejecutada por unos jóvenes creyentes en la redención de una vida mejor después de la muerte, es ciertamente una trágica expresión de los efectos de intoxicar a un pueblo con falsas creencias.

Las religiones, las ideologías, las creencias de todo tipo, son una necesidad para que el individuo le de un norte a su existencia, pero lo que no es admisible es la manipulación que pueden hacer algunas personas de ese deseo de felicidad para doblegar a, y apoderarse de los individuos, para consolidar de una u otra manera su dominio sobre ellos y obtener resultados que les confieran poder de dominación terrenal.

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