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Los saldos de la indiferencia

Cuentan que el príncipe Siddharta, “el agraciado hijo del brahmán, el joven halcón” -como lo retrata Hermann Hesse en su célebre novela- nació destinado a convertirse en el poderoso soberano de Kapilavastu. Su padre, el rey Sudodana, hizo lo imposible para que así fuera: y lo resguardó en consecuencia de todo conocimiento que atentara contra ese propósito. El Palacio se tornó de esta forma en hermética fortaleza, donde sólo los goces conocían francos atajos, donde todo aquello que asomase la imperfecta realidad quedaba convenientemente proscrito: la enfermedad, la vejez, el sufrimiento, la muerte. Pero en contra del plan, el futuro Buddha decidió rebelarse: para él fue inadmisible vivir a espaldas del dolor de sus súbditos. Así que abandonó la comodidad del palacio y sus lujos, para abrazar aquello que aunque vedado, jamás dejó de acecharlo. Optaba, de este modo, por no ser indiferente.

Sería mucho pedir que nuestros actuales gobernantes asumiesen la misma actitud de nuestro dulce Buddha. Todo grita que en su naturaleza no habita la vocación del asceta por el desprendimiento, que comienza precisamente por reconocer en carne propia todo el vértigo, toda la hondura de su humana miseria. Pero en plano más terrenal, sí es inexcusable que una dirigencia obligada por mandato popular a asumir la tarea de gestionar nuestros destinos como sociedad, pretenda vivir a espaldas de nuestras pavorosas tragedias. Y es que en la medida en que la crisis exhibe rasgos más grotescos, la indiferencia del Estado luce cada vez más notoria y difícil de interpretar. Como si a escasos pasos del abismo y a punto de caer en él, se estuviese celebrando un baile, una cabriola suicida a ojos cerrados.

La pasmosa evasión nos acerca en cierta forma a aquello que la terapeuta Virginia Satir, al definir los roles que asumimos en la comunicación, describe como el “irrelevante”: signado por la confusión, el estado de distracción aparente, la irresponsabilidad, lo inapropiado, el nunca estar a tiempo, el siempre estar fuera de lugar: ese a quien nada parece importarle. El comunicador irrelevante (movido íntimamente por el miedo y la rabia) no muestra conciencia de ubicación y arraigo, no sigue el hilo de la conversación, como si no prestase atención a lo que se venía hablando, como si le diese igual tomarle el pulso al contexto o trajinar con la necesidad del otro: una candidata a la AN que aplaude las “colas sabrosas” por ejemplo, cuando a todas luces esa cola es odioso síntoma de un descalabro que nadie en su sano juicio disfrutará: todo en sintonía con aquella delirante lógica proposicional de que “si no hubiese comida, no habría colas”. O un diputado que ante el aplastante resultado de las encuestas se alza de hombros y desliza que “los sondeos no siempre reflejan la realidad”; o funcionarios que desestiman gravísimas denuncias de un Fiscal sobre el juicio amañado contra un líder opositor, porque “son extemporáneas”. He allí los giros de quienes optan por despachar obvias tragedias, trivializándolas o ignorándolas para minimizar su impacto, de la forma más torpe y menos empática posible.

El Gobierno, en su empeño por restar peso a esa verdad que ya no logra rehuir ni disimular, suele buscar en el modelo de la irrelevancia (muchos hablarían, con razón, de cinismo) un transitorio refugio comunicacional, un “mientras tanto” que empuje la atención hacia otros focos. Pero es claro que el impostado parapeto ha terminado entrampándolo en su propio cepo. Hoy es imposible contrastar la chusca pirueta con la evidencia, y no sentir que una fosa insuperable las separa. El vínculo que debería existir entre gobernantes y ciudadanos – asediados como nunca por “la enfermedad, la vejez, el sufrimiento, la muerte”– sólo ha quedado para el panfleto y la consigna.

La forzada indiferencia no está prestando fachada tan efectiva, después de todo. El trance interno, bufo y aparatoso; los escándalos de corrupción asociados al chavismo, la filosa realidad desgarrando la cortina de hierro que otrora apuntaló la colosal renta petrolera, obligan a mirar de cerca a la tragedia. El mismo Secretario General de la OEA, Luis Almagro, en responsable llamado al mundo sugiere que ante la situación venezolana no se puede ser indiferente: “En este escenario todos tenemos algo que ver, ya sea por acción o por omisión”. Oportuna pista que debe alertarnos: pues en ese crítico juego, nadie, mucho menos los venezolanos, podemos darnos el lujo de abstenernos. Eso equivaldría a ser abatidos por la fuerza “que permitió a las piedras perdurar inmutables durante millones de años”, como dice Pavese. La realidad que hoy somos está aquí, tronando claramente: es justo que juntos garanticemos el modo de hacerla visible para aquellos que se empeñaron en evadirla, aún cuando su deber era precisamente abrir las puertas de Palacio y medir los sótanos de cada herida, de cada fiebre, de cada mazazo brutal que su irresponsabilidad propinaba.

Votar, sin duda, será un primer paso para saldar esa deuda.

@Mibelis

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