Opinión Nacional

¿Cuál debe ser el papel de la Iglesia venezolana hoy?

En más de una oportunidad me he preguntado cuál es el papel que debe asumir la Iglesia Católica en cuanto a las realidades políticas de cada país. La pregunta no es fácil, sobre todo si tenemos que enfrentarnos al contexto de un malabarismo político que se juega entre el discurso de las reivindicaciones populares y la negación de los más legítimos derechos democráticos, no menos populares que las reivindicaciones de clase.

Los líderes religiosos, sea cual fuere su fe, están en el deber de hacerse presentes en los distintos procesos sociopolíticos de los pueblos; sin embargo, es posible que esta práctica tenga sus límites. Cada profesión tiene su código ético. El ejercicio sacerdotal no es la excepción ni puede serlo en vista de que su fundamento es eminentemente ético y moral.

Así como el médico tiene un código ético –“No administraré a nadie un fármaco mortal, aunque me lo pida, ni tomaré la iniciativa de una sugerencia de este tipo”: (%=Link(«http://meltingpot.fortunecity.com/liveoak/158/jurament.htm»,»juramento hipocrático»)%)–, y los psicólogos (%=Link(«http://homepage.mac.com/penagoscorzo/ensayos6.html»,»regulan el ejercicio «)%) de sus prácticas en atención a fundamentos también éticos –acerca de la investigación con participantes humanos y el respeto a la confidencialidad–, los sacerdotes deben velar por el buen uso de sus herramientas, métodos, medios y celebraciones en atención a su principal objetivo –“vayan por el mundo y publiquen la noticia”. Así las cosas, una misa no debe ser usada como tribuna política.

Los recientes acontecimientos (misa del 23 de enero de 2002) han levantado el hervidero. El uso de la liturgia como propaganda y adoctrinamiento político de la revolución bolivariana ha sido motivo de los más alarmantes comentarios y del rechazo más fehaciente de aquellos que defienden la ética sacerdotal (entre quienes me cuento). Ciertamente, estamos de acuerdo con la respectiva observación de tales acciones (espacialmente por su carga separatista y maniquea): no es posible que un médico use el bisturí para cortarse la uñas, así que tampoco un sacerdote puede usar la misa como espacio para la legitimación del personalismo político más estridente. Sin embargo, ¿bajo qué circunstancias se acusan tales acciones?

Hace algún tiempo tuve la oportunidad de asistir a una misa celebrada por el Cardenal Ignacio Velazco. Un grupo de jóvenes iniciaba el camino de su compromiso con la fe (Confirmación), y en lugar de un mensaje de “envío” y de encuentro con Dios, la homilía fue tribuna de la oposición. Eso también hay que denunciarlo. Ciertamente, si la cabeza de la Iglesia nacional incurre en el desvío del acto religioso más importante de la cristiandad católica, ¿cómo puede reprimirlo públicamente?

Sin embargo, fuera del estricto escenario de la celebración litúrgica, el señor Cardenal no sólo es líder de una comunidad muy extensa y, por tanto, con necesidad de comunicación y respuesta, sino que también es un ciudadano, y en ese sentido, goza de respeto. Así, el Presidente de la República Bolivariana de Venezuela (nombre otorgado a “nuestra” patria a la más imponente discreción del ejecutivo de turno) se incomoda porque un grupo de sacerdotes dee la «alta jerarquía» ha manifestado su más clara oposición al ejercicio de gobierno (que, dígase de paso, también debería comportar un código ético mínimo), pero se olvida de que estos líderes son también ciudadanos y, por tanto, queda consagrado, según los más evidentes principios éticos de una “democracia”, la libertad de expresión.

Si bien es cierto que el oficio religioso más ortodoxo y/o tradicional (misas, procesiones, paraliturgias…) debe escapar de las diatribas políticas, los líderes de cualquier institución, especialmente de una que surgió en el contexto de las reivindicaciones populares, no pueden permanecer de espaldas a la realidad de una nación, so pena de incurrir en el pecado de omisión. Monseñor Romero es el más claro ejemplo de lo que hablo: murió asesinado por oponerse a la violencia en El Salvador. Acaso ¿debía él mantenerse al margen del sufrimiento del pueblo salvadoreño sólo porque en la interpretación mundana del papel de la iglesia, un cura debe “rezar” para conseguir la paz? Tengamos una cosa clara: un líder religioso debe estar comprometido con su entorno, moleste a quien moleste. Aquí sólo cuestionamos los medios (la misa como arma política).

Parece que ahora el presidente también quiere mandar sobre la Iglesia y definir las líneas del sermón. Le incomoda que la Iglesia interfiera en sus asuntos, pero goza interfiriendo en los asuntos de la Iglesia. O sea, Isabel la Católica en uniforme militar. Una vez más, irrespeto a la autonomía. El presidente quiere concentrar todos los poderes: ejecutivo, legislativo, judial, religioso y, dentro de poco, el divino.

Apoyo el pronunciamiento de la Iglesia en cuanto al proceso político que vive el país, mas no creo ético ni apropiado, ni mucho menos, devoto, el uso de la misa para ello (tanto de los pro como de los contra).

Esto es para todos: la misa tiene un sentido religioso conferido desde hace mucho tiempo: ¿vamos a someterlo a discusión? La libertad de expresión tiene un sentido democrático reconocido por la ética del Estado de Derecho: ¿vamos a legislar sobre quiénes tienen el permiso de ejercer tal derecho? Una democracia no puede tener excepciones y una misa monoteísta no puede tener otro dios (norte).

El mensaje es doble: como parte de la Iglesia he de comprometerme y apoyar toda iniciativa para llamar al consenso, a la reflexión y al juicio crítico del pueblo frente al proceso político nacional (bien sea a favor o en contra), pero como parte de la Iglesia, le pido a nuestros líderes que se abstengan de usar la misa para ello: eso es inadmisible. No nos roben el único espacio con el que contamos para acallar el ruido de la gallera política nacional (presidente incluido).

En cuanto a la acusación “uno de los problemas de Venezuela es la alta jerarquía de la Iglesia”, debo agregar: el gran problema de Venezuela se resume en la más baja y poderosa jerarquía: la del gobierno, desde el puntofijismo hasta nuestros días.

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