La renuncia presidencial
Reincidimos en una circunstancia que es –quizá- tan exageradamente típica o consustancial a nuestra venezolanidad: ocurra lo que ocurra nadie renuncia. De los consabidos acontecimientos del 11-A parecía natural que los líderes comprometidos tuvieran el gesto ante lo que fue un evidente fracaso, pero se mantienen intactos en sus posiciones gremiales y partidistas aquellos que se involucraron con algo más que la simple y unilateral voluntad, arrastrando a las colectividades (presuntamente) representadas.
No apostamos al caos fruto de un vacío múltiple de poder en las instancias sociales y políticas, sino a la urgente necesidad de inyectarle más democracia a un país que sencillamente la requiere. La sola firma del infame decreto de Carmona obligaba a una hazaña de responsabilidad, si tal jerarquía era necesaria para que el relevo inmediatamente probara su capacidad de andar los caminos que otros equivocaron.
Obviamente, es el Presidente de la República el llamado a reconocer con franqueza la situación, porque no es posible esperar el formal cumplimiento de los lapsos para demostrar toda la devoción que se dice rendir a la Constitución de 1999. Significa reconocer la crisis en su exacta dimensión para no aventurarse a extenderla, matizarla y agravarla por el solo deseo de asolearse en el poder.
Por una parte, no se desprende mejor consecuencia con la renuncia del teniente coronel ( r ) Hugo Chávez que las inmediatas elecciones, siendo aconsejable la separación del cargo para evitar todas las sospechas que levantaron los comicios de INDRA de los últimos años, dato que no debemos olvidar. Una relegitimación de todos los órganos del poder público ayudará a encontrar una salida a esta angustia que persiste y, en definitiva, se traducirá en el reconocimiento real de las distintas fuerzas o corrientes prevalecientes que el mundo de las formalidades democráticas no refleja hoy con la fidelidad y el vigor requeridos, colocándonos al borde de los miles de abismos que garantiza la preguerra civil.
Por otra, actualizaría el propio proyecto histórico de los sectores del oficialismo y de la oposición, contaminados por la desesperación que los lleva a radicalizarse, a veces, estúpidamente, renunciando a (re) hacer (la) política aún en el interior de sus diferentes expresiones. Y valga señalar que el autoritarismo de ambos lados apenas utilizó el 11-A como detergente de sus miserables propósitos, pero se mantiene intacto en una suerte de revanchismo que sólo puede detener una postura de equilibrio, una opción poderosa de centro, un convencimiento de que la verdad no es susceptible de ser monopolizada dada sus distintas perspectivas vitales.
El teniente coronel ( r ) Chávez es quien fundamentalmente debe comprender el papel estelar que le corresponde en la hora actual. Ha llamado a la racionalidad y a la concordia con una cínica reiteración cuando no puede desmentirse como generador de toda la violencia que baña la escena pública, pues, ya no es un secreto para nadie que los mentados círculos bolivarianos aspiran a perseguir, amedrentar y hasta liquidar a algo más que los estereotipos de consumo rápido (parlamentarios, periodistas, sacerdotes), por cierto, el programa político más concreto del que disponen, sino que el propio gobierno no gobierna –una tautología que merece atención- porque no acepta ni digiere que sus opositores visiten las inmediaciones de palacio y, salvo aquella infeliz consigna de los escudos humanos, prácticamente confiesa su ineptitud para prever y resguardar el orden público.
Disgresión obligada, al irreductible rechazo para que la protesta alcanzara uno de los domicilios esenciales del Estado se une la absoluta incapacidad de conservar, al menos, la calma en sus vecindades. Y es que los francotiradores y otros de los detalles que rubricaron tan aciagos días, eran de la competencia absoluta del gobierno y, simplemente, no le garantizó la vida a nadie, ni siquiera a sus seguidores.
Se dirá que la renuncia convendría al chavismo, si aceptamos una definición tan impropia para un fenómeno de honduras no sospechadas suficientemente. Le daría el largo aliento del que carece al garantizarse una etapa de madurez fuera de las ventajas y privilegios del poder que lo asfixia, nada difícil la hipótesis cuando ya descartamos el Síndrome Perón.
El síndrome en cuestión suponía la caída estrepitosa y consiguiente victimización de Chávez a la vuelta de un año, por lo que –al igual que el caudillo que pulverizó el futuro de la Argentina, sorprendido por las muy posteriores y competidas versiones de derecha e izquierda- haría sombra en la Venezuela de los próximos cincuenta años. Ya es tarde, demasiado tarde y –ésta vez- la victimización recorre otras calles, intentando una versión –por supuesto, épica- de su regreso al poder en términos que chocan contra el sentido común o lo que ya es público y notorio, de acuerdo a la fórmula que tanto se ha escuchado en el medio parlamentario.
La renuncia es la alternativa válida para propios y extraños en un escenario de fracturación consecutiva, resultado inequívoco de la desarticulación social y política que se vio como una genial ocurrencia estratégica. Y Chávez debe evaluarla a pesar de sus seguidores más fieros.