Un curso elemental sobre el poder
Los teóricos, alborozados, escribirán sobre gruesas toneladas de papel en el intento de indagar las características pretendidamente inéditas del proceso que experimentamos. Tardamos en cerrar el ciclo abierto en 1945 y el material –esencialmente histórico- servirá a los académicos de las distintas disciplinas sociales para licenciarse con una apresurada tesis.
No otra concepción del poder enjugará la reseña de las diferentes vicisitudes padecidas que la del mando literalmente ejercido por uno – desinhibida e imprudentemente armado – sobre el resto de la población, forzado a una mínima delegación por la necesidad de darle un poco de organicidad al también forzado elenco de conducción. Lo cierto es que, por más discursos que nos ahorremos partiéndole el lomo a la razón, la demagogia brotará ante la evidencia. Y ésta habrá de pasearse, al menos, por tres campos para ilustrar una inaudita ambición de poder, antes que genuina vocación.
Por una parte, en ese curso elemental que emprenderá el investigador, constatará que el ganador de las elecciones sentirá contar con el derecho absoluto de decidir el nombre de una calle de Chejendé o de San Fernando de Atabapo, girar instrucciones a un gerente del área de comercialización de metano, a un mayor del ejército, a un director de línea o al comisario de policía, con el beneplácito del presidente de PDVSA, el alto mando militar, el ministro o el jefe civil, deseosos de ser reconocidos como fervientes partidarios de la causa reeditada del “nuevos hombres, nuevos procedimientos, nuevos ideales”. Y como la victoria electoral data de 1998, supondremos que una decisión oportuna dirá circularmente del período constitucional que recién comienza.
Las sospechas pueden ampliarse, ya que –por otra parte- los reales no alcanzan para equipar a todas las escuelas del país (menos se dirá de crearlas), y –siendo así- un pequeño porcentaje merecerán la gracia de los recursos e inmediatamente se les bautizará de “bolivarianas”, sin reparar en las coincidencias sustanciales que comporta la denominación: precariedad y urgencias que llevan a la desecolarización, a la deserción, a la repitencia. De esta manera, persistirán los tradicionales problemas, pero con otro “cachimbo”.
Finalmente, podríamos apuntar al campo de la salud, pues, la pública jamás será satisfactoria y –Estado Campamental al fin y al cabo- habrá que esperar la consulta médico-odontológica masiva, gratuita y a vuelo de pájaro, junto con las bolsas de comida y la peluquería. Nada de resolver el problema estructural, olvidada la modernización del sector –por ejemplo- con los fondos de pensiones, a favor de un IVSS empedernidamente corrupto e ineficaz a pesar de los rostros guevaristas que se alzen junto al logotipo tradicional: los operativos espasmódicos hacen del poder una estocada de ocasión para enhebrar las costuras perdidas, como hazaña. Un sorteo en la extensa ciudad que se convierte en desagüe de recursos.
Adicionalmente, esa férrea concepción del poder hasta admite ciertos tintes liberales, pues asegura la libre iniciativa de los ciudadanos. En efecto, surge una nueva industria, la de las colas, porque desbordados los servicios públicos, imposibilitados de una atención rápida y satisfactoria para lograr una cédula de identidad o un pasaporte que otras entidades no pueden ofrecer, unos las hacen con esmero de madrugadores para cotizar el puesto al abrirse las puertas de las dependencias oficiales. La informalidad roe al propio Estado.
De una simpleza extraordinaria, todo lleva al poder fulanizado como modelo de la llamada revolución, descubierta el agua tibia. ¿De nada servirá la experiencia acumulada en casi dos siglos de existencia republicana?
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