Opinión Nacional

Abaratado ejercicio del poder

La crisis de los llamados tradicionales o históricos radicó, esencial y paradójicamente, en la asfixia provocada por la despolitización interior, tan sólo comparable a la hiperpartidización. El clientelismo alcanzó horizontes vergonzosos en una buena porción de los partidos que ejercieron o se recrearon en los patios del poder ajeno, articulando a los sectores sociales incapaces por sí mismos de liderar la coalición populista, aunque hoy resulta sorprendente las inéditas cotas obtenidas cuando no es posible la habitual inyección de una renta cada vez más escasa.

El régimen no ha desarrollado una opción política diferente en el marco de sus más urgidas consignas, pues, siendo el teniente coronel Chávez un partido en sí mismo, jamás se arriesgó a experimentar un vivo proceso de discusión e intercambio en su seno que permitiera enriquecer el supuesto aporte esperado por la mayoría de los electores a partir de 1998. Impuesta una sola voluntad, sobreviviente a los duros avatares del poder, busca cada vez más abaratar los costos de un ejercicio signado por el cinismo, a través de los círculos mal llamados bolivarianos.

Círculos que dicen evitarle los riesgos de una necesaria apertura en la que serían interpelados los supuestos de una experiencia que ya ha mostrado todas sus flaquezas o debilidades. No resulta aventurado pensar que una vez lograda la salida constitucional, pacífica y democrática del presidente, contrariado el periplo peronista, sea la misma izquierda la encargada de imputarle toda la responsabilidad histórica por la oportunidad perdida, así creamos insincera la nomenclatura para quien sentimos mejor ubicado en las postrimerías del siglo XIX venezolano.

Por una parte, no fue una ocurrencia aislada y simplemente entusiasta que el ascenso de Chávez al poder estuviese precedido del cerco que sus seguidores hicieron del Capitolio Federal. Luego, al fallar el empleo hecho ilusión por el solo anuncio del Plan Bolívar que dibujó las interminables colas de Miraflores, recordemos, y fracasadas las políticas económicas y sociales implementadas con mucho bullicio, a los más desfavorecidos no les quedó otro remedio que incorporarse al llamado de aquellos que han construido un remedo o simulacro de partido, evitándole pagar un precio por su democratización.

Por otra, al perfeccionarse la movilización tarifada de las huestes, el autoritarismo adquiere visos novedosos. La inducida espontaneidad de los círculos, podría decirse, es útil para un gobierno que no se atreve –por ahora- a la directa persecución de sus opositores, delegándola sin mayores habilidades. Hay un culto a las formas y la liturgia intenta una ambientación donde los desplantes, la iconografía y la jerga, pretendidamente revolucionarios, sustituyen cualquier debate orientado a definir un perfil y un destino de cambio.

Tamaña despolitización genera no sólo la militarización del hecho público, sino una natural descomposición delictiva porque no hay otro referente ético que el de la cruda supervivencia individual, inspirada en razones prácticamente teológicas cuando se trata de ventilar el porvenir que tocará a todos, a justos y a pecadores. La propaganda oficialista ha dado pie a la estafa de los más miserables por aquellos inescrupulosos que, atreviéndose a la indumentaria castrense, ensayan su propia versión de la revolución con la promoción desinhibida de las invasiones urbanas, no sin solicitar la contraprestación de rigor.

Todo lo anterior es el saldo lamentable de la radical informalización de la política que cree abaratar los costos empleando a los más inocentes como escudos de defensa. Y no olvidemos que provoca o tienta, en el otro extremo, a los más reaccionarios.

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