Maiquetía: “The Terminal”
Hace unos días despedí en el aeropuerto a una querida tía que luego de ocho largos años tuve la dicha de poder volver a abrazar.
Contrario a mi madre, que era austríaca de nacimiento y criada en Venezuela desde muy niña. Esta tía, es venezolana y desde su adolescencia ha vivido en Viena.
Si, dije Viena, capital mundial de la música, primer puesto dentro de las listas de calidad de vida de ciudades del mundo. Básicamente debido a su orden, limpieza, seguridad y alta eficiencia de los servicios públicos, así como por la variedad de opciones de educación, cultura y entretenimiento.
Lo cierto es que aquella mañana, llegamos muy temprano al aeropuerto, y mientras concientizábamos que debíamos permanecer en espera del “boarding pass” por casi cinco horas debido al cotidiano y paranoico – según ella- “adelanto preventivo” venezolano; hacíamos un recuento de lo compartido durante esas casi dos semanas que duró su estadía.
Entre otras cosas, narró por enésima vez su asombro por lo desoladas y oscuras que se encuentran nuestras calles y avenidas a tan temprana hora de la noche. Volvió a reclamarme que la mantuve “en cautiverio” y que no pudo disfrutar de lo que más añoraba de Venezuela… ¡parrandear!
En el momento del “check-in” nos dirigimos a la antesala de la taquilla, donde tres sujetos con aspecto de gorilas -GNB- pidieron abrir las maletas. Procedieron a la revisión minuciosa del contenido y otro más minucioso aún, con la mirada puesta sobre nuestra humanidad.
Tras descartar al menos tres artículos que “estaban prohibidos” transportar -medicinas y algunos cristales de Swarovski traídos por ella- pidieron los acompañáramos a “rayos X” – escaneo de retrodisperción –
Según estos entes, las maletas debían permanecer ahí mientras realizaban la “inspección de rutina” y eso hizo que se dispararan mis alarmas. Bajo ningún concepto permitiría dejar terreno fértil para la “siembra” de quien sabe qué cosa, y me negué rotundamente.
Al darse cuenta que estaba dispuesta a armar un gran alboroto para que se respetaran nuestros derechos y se cumpliera una de las principales normas que los parlantes anuncian constantemente – no desprenderse en ningún momento de su equipaje- accedieron a dejarnos cargar con las maletas.
Con cara de pocos amigos -para no decir de delincuentes- dos de los gorilas caminaban a nuestra par dirigiéndonos a los cubículos. Nos alejábamos de la gente y con ello también se alejaba la escasa seguridad que alimentaba mi valentía de aquel momento.
Caminaba mientras recordaba algunas historias y rumores de los que yo misma me he hecho eco algunas veces por las redes sociales, de un supuesto sótano habitado por el G2 cubano en donde cualquier cosa puede pasar. Y hasta le di la razón a mi tía en cuanto a la paranoia, cuando mi imaginación me llevó a recordar la película: “El juego del miedo” – Swa -.
Mientras caminábamos, escuché un gruñido que dijo: -No te molestes catira, nosotros estamos aquí desde las cuatro de la madrugada y ni siquiera nos dan pa’l cafecito.
¡El cafecito!, Si, el mismo cafecito que te recuerdan los fiscales de tránsito cuando das una vuelta en “U”, o te “comes” un semáforo. El mismo que casi te anuncian como requisito indispensable los empleados públicos para que puedas gestionar alguna diligencia, el mismo que te hace recordar que vives en Venezuela…el mismo que termina costándote más caro que una botella de “Dom Pernigón”.
Decidí dejar bien claro el asunto del “cafecito” -el que por cierto jamás “brindo” para no alimentar la vergonzosa viveza criolla – y le dije que no se preocupara, que apenas llegara a Caracas hablaría con mi suegro que es militar – inexistente- y ocupa un alto rango, para que tomara en cuenta sus “justas necesidades”. Y para no olvidar su nombre, procedería a anotarlo en ese preciso instante.
En ese momento la actitud cambió y tras realizar un breve escaneo para mantener la apariencia, y no reconocer que la intención inicial era otra; mi tía pudo seguir sin más nada que lamentar, que haber dejada expuesta su escuálida osamenta.
Durante esas cinco horas de espera, volví a recibir el sermón de “tienes que irte de Venezuela”. Recordé la cantidad de veces que embarqué desde ese mismo aeropuerto rumbo a diferentes destinos del mundo en la “cuarta república” -cuando se podía viajar y podías adquirir todos los dólares que pudieses pagar-.
Evoqué mi júbilo de aquellos días en los que llegaba al terminal. Especialmente la primera vez que anunciaron la salida de mi vuelo con destino al Charles de Gaulle. ¡París allá voy! -me dije con la ilusión de conocer la ciudad del amor, las luces y la moda-.
Mis pies, que comenzaban a acusar el cansancio por no haber podido correr con la suerte de conseguir un asiento desde nuestra llegada al aeropuerto, hicieron regresarme a la realidad de la quinta república. Y con ello mi mirada se centró justo en el punto en donde tantas veces en los últimos años, vi partir con un “hasta siempre” a familiares y amigos.
Ahí estaban mis tres hermanos, junto a mis cuatro sobrinos, levantando sus manos en señal del “adiós”. Todavía podía ver las lágrimas de dolor e impotencia en sus rostros. Todavía los recordaba intentando meter en un par de maletas, una vida entera que nunca les cupo. Todavía los veía aferrarse con una mano a la patria, mientras el miedo a la muerte y el futuro incierto, les halaba por la otra…Todavía los escuchaba maldecir a Hugo Chávez.
Agradecí el momento en el que por fin entregaron el “boarding pass”, y con un abrazo que quise hacer eterno, supe que sería la última vez que vería a mi tía en Venezuela.
Hoy en día, ellos forman parte de una estadística alarmante y desesperanzadora. La de los más de dos millones y medio de venezolanos que se embarcaron en un vuelo sin retorno desde “The Terminal”. Ese aeropuerto que es sinónimo del país que tenemos. Que te asfixia, que te asusta, que te soborna… Que te recuerda tanto dolor.
Aún no he podido determinar si es más valiente el que se va, o el que se queda. Si se quiere más a un hijo arriesgándolo a las penurias de la ilegalidad en el exilio, o a las balas de la patria. Si se es más útil luchando por la libertad, adentro, que afuera. Si causa mayor desconsuelo partir, que quedarse. Si quien se va, lo hace por temor al régimen opresor y al invasor extranjero, o en realidad el miedo obedece a la pérdida del tejido social de sus propios coterráneos, y a la poca fe de poder recuperarlo.
Ambas posturas son respetables, ambas representan la renuncia a una calidad de vida que el socialismo le arrancó a un país que pudo ser tan, o más próspero que Austria. Ambas decisiones son difíciles.
A los que infructuosamente han intentado “meterme en sus valijas”, hoy, después de seis años desde nuestra despedida, cuelgo una promesa en el firmamento…muy pronto los traeremos de regreso y juntos construiremos el país que todos merecemos.