Neogomecismo militar
En días pasados, retomé algunos viejos libros que se resisten a la purga bibliotecaria cuando los espacios domésticos no alcanzan. Encontré varios de Domingo Alberto Rangel, a quien –independientemente de sus creencias políticas e ideológicas- respeto. Uno de ellos, “Los andinos en el poder”, sustentado en el carácter revolucionario de la clase media urbana, nos trae comentarios esclarecedores sobre el nacimiento de la institución armada; otro, “El proceso del capitalismo contemporáneo en Venezuela”, intenta una aplicación retrospectiva de las fórmulas que estuvieron en boga en la segunda mitad del siglo XX venezolano, como el proteccionismo y la industrialización sustitutiva, contextualizando así las reyertas, guerras y escaramuzas de una era distante; “Gómez, el amo del poder”, ilustra la creación de un ejército con una inspectoría general que pasó de José Vicente Gómez a Félix Galavís, como clave -inadvertida por los caudillejos- de un régimen que consolidaba el Estado Nacional; y, ahora, reandándolo, “La revolución de las fantasías”, volumen en el que afina algunas observaciones sobre las consecuencias que trajo el estado mayor en una instancia de reflejo del poder real del país. Apenas, cuatro muestras de una abundante bibliografía que nace concluyendo los cuarenta, con un estilo que suelo disfrutar, aunque luzca a veces alambicado y reforzado por cifras que también llevan la carga de la contradicción.
El Brujo de La Mulera es el creador del ejército venezolano al institucionalizarlo definitivamente sobre el proyecto que trajo su compadre Castro como cabecilla de una invasión asombrosa. No se trataba de una guardia personal, cuyo único y mejor domicilio era la sede ejecutiva de Caracas, sino la estructuración y organización, a lo largo y ancho del país, de una entidad reglada, con una escuela de oficiales a la que administraría políticamente, y con una línea de mando adecuadamente trazada. La aparición del estado mayor rompía con las elementales nociones de los que, sin academia, exhibían elevados grados.
Es curioso el modo en que Gómez ejerció el poder. Le importaba la jefatura real, palpable y constante de un ejército del que disponía de manera inconsulta, pero cumpliendo en lo posible con las apariencias, las formalidades. Por sus manos pasaron todos los detalles, desde la vestimenta o el equipamiento técnico, hasta las necesidades imprevistas de los oficiales, las que quirúrgicamente cubría como un favor personal.
Estuvo en la capacidad de conducir directamente las operaciones y, si fuere el caso, aconsejar el empleo de determinadas municiones u observar algún dislate en la formación de la tropa. Claro está, la Venezuela de entonces no reclamaba un cuidadoso desarrollo institucional de sus fuerzas armadas, por las obvias razones que emanan del ejercicio absoluto del poder, al menos, sin el ritmo que generó a partir de los cincuenta y sesenta en el tránsito de un estado mayor general a un estado mayor conjunto, como lo dibujó –si mal no recuerdo- Humberto Njaim en un ya viejo, breve e impactante ensayo dedicado al sistema político venezolano.
El oficialismo actual encontró unas fuerzas armadas muy distintas a la que comandó Gómez, con instancias que dieron cuenta –precisamente- de un desarrollo institucional importante, con ramas relativamente autónomas y una nada despreciable innovación cuando se les reconoce un carácter universitario a sus escuelas o academias, a principios de los setenta y que –irremediablemente- Chávez hubo de reconocer mediante un acto oficial de aniversario. Sin embargo, a juzgar por el proyecto de ley orgánica que, en la materia, ha planteado el gobierno, de nada valen las estructuras jerárquicas, las comandancias de fuerzas o componentes, sino el propio Chávez, pues, quien ocupa la jefatura de Estado, la jefatura del Gobierno y la jefatura de la Fuerza Armada, amén de la confusamente partidista, pretende atribuciones directas sobre las operaciones bélicas, partiendo de la jardinería de los cuarteles hasta decidir los grados militares sin rendirle cuentas a nadie, por no mencionar los favores personales que está en libertad de hacer.
El poder absoluto de Chávez sobre la institución armada quizá deje corto al de Gómez, hijo de una época radicalmente distinta y sin las complejidades de la Venezuela del siglo XXI, en la que una sola persona difícilmente saldría airosa de los múltiples desafíos sociales, económicos y culturales que se ofrecen, a menos que ejerza una represión y un control totales de la población. Tememos que ni la misma fuerza armada –singularizada- sobreviviría por gala de ese poder absoluto que, al no traducir las condiciones reales del país sumergido en la crisis, convertiría a la población en rehén de sus delirios.
Breve digresión, a propósito de Rangel, es necesario acotar que la insurrección marxista de los sesenta estuvo respaldada también por la imprenta. Sobre todo, mordiendo la derrota, el debate produjo interesantes títulos y no pocos ejercicios periodísticos que, en buena medida, recogió el sismo ideológico del PCV y la aparición de un MAS de torrencialidades olvidadas.
Hoy, la supuesta revolución en marcha es fruto de una escandalosa orfandad intelectual y la folletería, periódicos y revistas a las que ha dado ocasión, lucen como sendas oportunidades para el negocio puntual que algún día motivará a los pacientes investigadores de un ciclo que lleva lo peor de los otros más noticiosos. Vale decir, los originales se mantienen en pie frente a una nunca bien ponderada copia, el llamado “chavismo”.
Razón de Estado
Entendemos que Cuba asiste a la degeneración extrema y demencial del ideario marxista, sobreviviendo a la Unión Soviética que, luego de una ilimitada propaganda, se reconoció en quiebra a finales de los ochenta. Sin embargo, ha encontrado en Chávez el milagro que esperaba.
Diestros en asuntos de inteligencia, no se ha sabido de todas las operaciones cubanas en nuestro país, pero bastan los indicios que ofrece la ventajosa negociación con el petróleo venezolano, la intermediación o comercialización con productos de primera necesidad y la incursión de supuestos médicos, entrenadores deportivos y alfabetizadores en territorio nacional.
Podrán argüir que se trata de una faena de buena voluntad y mentir – como lo hizo el embajador Otero- cuando las cajas traídas a su sede diplomática contendrían cualquier cosa, menos los medicamentos que allá faltan. Lo cierto es que no se requiere de un curso intensivo en asuntos de gobierno, militares o policiales para deducir que ese acuerdo petrolero y el consiguiente endeudamiento, por ejemplo, es un asunto de Estado y sobran así los motivos para intentar que no se caiga –tanto el acuerdo como el gobierno- intensificando las labores de inteligencia y el concurso de los “voluntarios” que tienen sobre sus hombros experiencias como la de enfrentar a Estados Unidos, combatir en Angola o –por si fuera poco- involucrarse en un drama nuclear.
“Abajo cadenas” o “Acude” fueron dos experiencias importantes en el esfuerzo de las décadas precedentes por desterrar el analfabetismo en Venezuela. Quizás no rindieron todos los resultados esperados, pero bien sirven para evaluar la campaña que, estridentemente, abrió el gobierno en sus inicios y que –sospechosa casualidad- acentúa hoy con la libre importación de un personal que deja a los nuestros, con sus títulos engavetados por largo tiempo, en el mismo y angustioso peregrinaje que ha impuesto el desempleo.
Chávez en el poder es una razón de Estado para el fidelismo. Fuera de él, podrán acogerlo y compensarlo, pero es un asunto de vida o muerte que se mantenga en Miraflores.