La política como proyecto
Si alguna idea está clara por parte de los diversos pensadores y autores desde los griegos hasta nuestros días es que sólo en la actividad política y en la interacción respectivamente se hacía el hombre plenamente libre, y por lo tanto plenamente ciudadano. Eso es, por lo demás, lo que para los griegos significaba que el hombre fuera naturalmente político, no que lo fuera “desde siempre” o “desde el origen”, sino que fuera sólo allí donde los hombres pudieran alcanzar el conjunto de las potencialidades a las que estaban destinados por su condición.
Ese modo de pensar la política está, desde luego, muy lejos del que caracteriza a los tiempos de hoy, que por comodidad o rapidez solemos llamar tiempos críticos y modernos. Lo cierto del caso es que para los hombres modernos la política no es, como para los antiguos, una actividad natural, sino, al contrario, un artificio, un producto, un constructo, que se eleva precisamente contra la naturaleza de los hombres.
La historia de la ampliación –siempre conflictiva– del “espacio público”, la historia de la democratización –nunca lineal– de la vida política de los pueblos, la historia de las revoluciones y las contrarrevoluciones, son evidencias del productivo enfrentamiento entre una idea de la política entendida como práctica institucional de administración de las sociedades y una idea de la política entendida como antagonismo y lucha. El espacio de la política moderna se define exactamente en esta tensión, en este punto de cruce entre las instituciones formales y las prácticas sociales, entre los “poderes constituidos” y el “poder constituyente”.
La política es siempre, en efecto, la actividad desarrollada en ese espacio de tensión y conflicto que se abre entre las grietas de cualquier orden. Es en ese espacio donde ese orden cobra (o mejor: va cobrando todo el tiempo, de modo siempre inestable, siempre precario, nunca definitivo) un sentido para esos mismos actores.
La política es una actividad de lucha y al mismo tiempo de donación al mundo social como proyecto colectivo. Y es exactamente en ese carácter que la política se encuentra en fuerte crisis –si no en franca retirada– entre nosotros, la política, en efecto –la política entendida como ese espacio de tensión que se abre cuando no nos ha ganado la sensación de inexorabilidad de lo que se nos presenta como dado, la política concebida como terreno de discusión de proyectos y de lucha por el sentido–, parece hoy haberse mutado, junto a otras dos importantes mutaciones ocurridas en la actualidad, como son la intermitencia de la democracia como apuesta por la participación deliberativa y activa de los ciudadanos en los asuntos que les conciernen por un lado, y del quiebre del Estado como actor central del juego de los poderes, como garante del bien común y como referencia material y simbólica universal de la modernidad.
De manera que los signos de hoy son el malestar de la política, el vaciamiento de la democracia como ideal de vida y como tipo de ordenamiento político, y finalmente, encontramos al Estado que parece también retirarse – por cierto que con bastante poca elegancia y dignidad – del centro de la escena, dejando en su lugar un vacío de poder y de sentido que otros actores se apresuran a llenar.
Estos retrocesos –el de la política como proyecto y deliberación, el de la democracia como ideal y gobierno, y el del Estado, sobre cuya estela estamos tratando de situar nosotros el análisis del que aquí nos interesa y nos preocupa, como lo es el de la política misma. A partir de este examen y realidad se demanda retomar el debate y presentar alguna argumentación e ideas en aras de presentar una crítica, pero al mismo tiempo recuperar el sentido entre nosotros en América Latina y en Venezuela de la política.
(*) Politólogo – Magíster en Ciencia Política