Opinión Nacional

Aquel 11

(%=Image(9924298,»L»)%)Ha pasado un año desde aquel 11 de abril de 2002 y la gente todavía se pregunta qué fue lo que pasó realmente. Pareciera que la mayoría de los mortales sólo vemos lo que ocurrió en la superficie: el acto de solidaridad con los trabajadores de PDVSA, degradados por Hugo Chávez en el ¡Alo, Presidente! del domingo 7 de abril, y convertido en la más gigantesca marcha en la historia del país; el desfile hacia Miraflores, los disparos de un grupo de francotiradores y pistoleros apostados en las inmediaciones del palacio de Gobierno, los muertos y los heridos, las idas y venidas de los militares en Miraflores, y, finalmente, la renuncia de Chávez anunciada por el inspector general del Ejército, el trisoleado Lucas Rincón Romero. El resto de la historia también es harto conocida. Sin embargo, a pesar de que por la televisión y por los noticieros radiales pudieron seguirse muchos de los acontecimientos, las piezas del rompecabezas no terminan de calzar.

En días recientes, en una entrevista con Napoleón Bravo en Unión Radio, el general Manuel Rosendo, a la sazón jefe del CUFAN, asomaba la hipótesis del autogolpe. Decía Rosendo que los acontecimientos ocurrieron con tal rapidez y desaciertos, que habría que pensar en un autogolpe, de suerte que la aparición de Lucas Rincón ante las cámaras de televisión y los micrófonos anunciando ante el país y el mundo que el Alto Mando le había solicitado la renuncia al Presidente, “la cual él acetó (sic)”, formó parte de una estratagema del primer mandatario dirigida a desconcertar a sus adversarios y a crear la ilusión de un vacío de poder que los militares no sabrían cómo cubrir. La confusión que tal vacío crearía sería de tal magnitud, que los oficiales leales se impondrían sobre los insurrectos, al tiempo que le pedirían al Presidente depuesto que retornase al poder.

Respeto a Rosendo. Lo considero un oficial institucional y una persona equilibrada en sus juicios. Sin embargo, la conjetura del autogolpe me parece una extravagancia. Es probable que Hugo Chávez se sepa de memoria El Príncipe, de Nicolás Maquiavelo (incluidos los comentarios de Napoleón Bonaparte que traen algunas ediciones en Castellano); que pueda repetir sin errores el Arte de la guerra de Sun Tzu; o que conozca al detalle la forma como Fidel Castro fue eliminando uno a uno a sus viejos compañeros, convertidos por su paranoia en adversarios; pero, de allí a atribuirle propiedades taumatúrgicas hay una enorme distancia. El 11 de abril Hugo Chávez se derrumba presionado por la enorme fuerza social y política que se viene aquilatando desde mediados de 2001, y que tiene sus momentos culminantes el 10 e diciembre de ese mismo año cuando se para por primera vez el país en protesta por las 47 leyes habilitantes, el 23 de enero de 2002, cuando se realiza la primera gran marcha por las calles de Caracas, y en la semana que comienza el 8 de abril y concluye, en su primera fase, la madrugada del 12 del mismo mes con el anuncio de renuncia de Chávez por parte de Lucas Rincón.

La secuencia de episodios que se inicia con el enfrentamiento a las leyes habilitantes no termina en un final feliz, porque quienes le exigen la dimisión al jefe del Estado, intentan arrogarse la representación de una participación de masas colosal y el protagonismo que hasta ese momento había tenido la ciudadanía movilizada. De repente aparecen en el escenario como figuras principales unos espontáneos que no estaban incluidos en el guión y a los que nadie les había delegado ninguna autoridad. Verdaderos forasteros que se brincaron a la torera todas las formas constitucionales. Si hay un golpe fue el que ese grupo le dio a una ciudadanía que con su enorme entusiasmo y coraje, logra convencer a los militares institucionales de la necesidad de pronunciarse para resguardar la democracia y la paz. Esa es una ciudadanía que, además, pone las decenas de hombres y mujeres que ese día cayeron masacrados, como consecuencia de la acción de un grupo de asesinos y cobardes escondidos en las edificaciones aledañas a Miraflores.

Es probable que Hugo Chávez, en medio del temor y la inmensa soledad de ese día, haya percibido la desorganización e improvisación reinante entre los militares que se alzaron en su contra, y que, en consecuencia, haya intentado una maniobra de última hora para sacar provecho del desconcierto. Ante la resistencia de los oficiales que se oponían a que se fuese para Cuba, tal vez contempló la posibilidad de ensayar un lance de última hora que impidiese la debacle. Sin embargo, lo que cuenta para los sectores democráticos es el fracaso y la traición de los civiles y militares que se envanecieron con el efímero poder que habían logrado. En vez de apoyarse en las instituciones existentes para rescatar el Estado de Derecho y restaurar el orden perdido, quisieron aprovecharse del descalabro del régimen para intentar imponer una nueva hegemonía con rasgos autoritarios tan marcados como los de quienes pretendían sustituir. Esta inconsecuencia con los ideales y principios de ese inmenso torrente que había marchado y protestado contra el autoritarismo y en defensa de la democracia, condujo al fracaso de una gesta que tuvo mucho de épica.

Hay que evitar que la improvisación y el aventurerismo se repitan. Las lecciones que dejaron el 11 y, especialmente, el 12 de abril son capitales para saber cómo actuar en la coyuntura actual, en la que la democracia debe pasar todavía por muchas pruebas.

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