Opinión Nacional

Viabilidad de la democracia en América Latina

A partir de este año y hasta 2025, en los diversos países latinoamericanos comenzamos a conmemorar el bicentenario de nuestra independencia de España y Portugal. Surge entonces la inevitable pregunta: ¿esa conmemoración entraña, realmente, una celebración, un jubileo?
No tengo una única respuesta para esta pregunta. Y cuando analizo las que tengo, me surgen más preguntas: es la meditación que quiero compartir con ustedes. La mayoría de los ejemplos que utilizaré son sobre Venezuela, pues el caso que vivo, que padezco y que conozco mejor. Pienso que mis ejemplos son válidos porque siento que América Latina es un gran país que comienza en el Río Grande y termina en la Tierra del Fuego, de manera que los ejemplos puntuales de Venezuela se corresponden de manera bastante cercana con las realidades históricas de los países hermanos.

Hay expertos que sostienen que la historia y el devenir de América Latina son pendulares. La democracia en particular se ha comportado de esa manera. ¿Es porque todas las instituciones humanas tienen esa tendencia o porque no estamos preparados para la vida en democracia?
Paul W. Drake, Vicerrector Senior de la Universidad de California en San Diego, y autor de numerosos libros sobre nuestra región, en “Between tyranny and anarchy: a history of democracy in Latin America” identifica “olas de democratización” causadas por factores diversos -principalmente internacionales- que incidieron internamente en nuestros países. Entre una y otra ola de democratización, hay una ola de retroceso.

La primera de esas olas, la de repúblicas oligárquicas, corre desde 1820 hasta 1920 y opera un retroceso entre 1920 y 1940. La segunda oleada de democratización se da entre 1940 y 1960, con su correspondiente retroceso entre finales de los años 50 y la mitad de los años 70. La última oleada, un desbordamiento, desde mitad de los 70 hasta entrado el siglo XXI. Drake afirma que no ha habido reflujo (su libro fue publicado en 2006), pero su posición es debatible a la luz de las acciones de Hugo Chávez en Venezuela y la “exportación” de su franquicia, y los sucesos de 2009 en Honduras. A ambos casos me referiré más adelante.

Antes, comencemos por definir la democracia. La palabra es clara en su significado: demos, pueblo y kratos, fuerza o poder. Pero cuando hablamos de democracia, los latinoamericanos usualmente nos referimos a la existencia de procesos electorales, poco al Estado de Derecho, y casi nada a la rendición de cuentas. Las sólidas democracias modernas se han robustecido con éstos y otros factores. Así, podemos afirmar sin lugar a dudas que democracia es la capacidad que tienen los ciudadanos para delegar en quienes elaboran sus leyes y constituciones. Democracia es escoger a los representantes por medio del voto. Democracia es limitar el poder de los gobernantes a través del fortalecimiento y autonomía de las instituciones estatales. Democracia es practicar la igualdad ante la ley. Democracia es observar los derechos humanos y civiles. Democracia es respetar la propiedad privada. Democracia es tener libertad de expresar las opiniones de viva voz. Democracia es aupar la libre empresa. Democracia es practicar la subsidariedad en el ejercicio del gobierno. Democracia es supervisar, no controlar. Todo esto a la vez y no unos en vez de otros, pues aisladamente no constituyen una democracia, y paso a demostrárselos con algunos ejemplos:
La democracia constitucional la inventaron los griegos. Pero entre los mismos griegos hay modalidades de democracia. ¿La democracia griega de la que hablamos es la democracia de Solón, la de Clístenes, la de Efialtes o la de Pericles?… En Grecia existió la democracia, sí, pero circunscrita a los ciudadanos, una elite minoritaria que nada tiene que ver con lo que llamamos democracia hoy en día.

Si optamos por calificar como democracia únicamente el que los ciudadanos votaran para escoger un gobierno representativo que elaborara las leyes, podríamos decir que hubo democracia en la República Romana (509 BC- 27 BC). Y ser ciudadano romano, como antes en Grecia, no era asunto de mayorías.

Si democracia fuera sólo imponer límites al poder central, entonces los señores feudales la ejercieron entre 400 y 1200, cuando impusieron límites a la autoridad real. Y más aún en la Inglaterra en 1215, cuando los nobles impusieron la Carta Magna para limitar el poder del rey Juan Sin Tierra a consecuencia de sus arbitrariedades, desaciertos e iniquidades. Si la democracia se trata de hacer valer derechos, la Carta Magna fue uno de los primeros documentos en reconocer la existencia de derechos civiles, donde el Rey quedaba sujeto a la obligación de consultar el establecimiento de nuevos impuestos y la declaración de guerra a otro país.

Si entendemos como democracia la representatividad, entonces fue un ejercicio democrático el del Rey Eduardo I de Inglaterra, quien en 1295 le dio cuerpo al sistema parlamentario.

Si la democracia es igualdad ante la ley, significa que hubo democracia en el siglo XVII, pues éste trajo consigo los ideales de la Ilustración, que plasmados en la Revolución Francesa y en su consigna de Libertad, Igualdad y Fraternidad, estaban basados en el principio de que todos los hombres son iguales. En este mismo orden de ideas podemos decir que Napoleón Bonaparte fue un demócrata, pues al darse cuenta del capital político contenido en estos principios, en su ascenso al poder sometió a consultas populares constituciones y leyes (no sin antes asegurar la cantidad de votantes necesaria para su aprobación).

En 1789, la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica estableció un sistema de democracia representativa en la que los ciudadanos escogían a sus representantes para redactar las leyes y a un ejecutor (presidente), para que las hiciera cumplir, sin embargo, la famosa frase “todos los hombres han sido creados iguales” no se refería a todos los hombres. Un significativo número quedaba afuera.

Estos ejemplos ilustran cómo los factores por sí solos no constituyen una democracia. Además, la interpretación de quién es el ciudadano y en última instancia, quién es el pueblo, ha dependido primordialmente del contexto y el tiempo histórico.

Teniendo lo anterior en consideración, quiero ahora situarme en América Latina para analizar los principales rasgos y los hechos comunes que han interferido –o para usar el término de Drake- han hecho que el proceso de consolidación de la democracia se comporte como un péndulo.

El caudillismo
El siglo XIX latinoamericano estuvo signado por repúblicas oligárquicas en su mayoría liberales que se autoproclamaban demócratas por el solo hecho de reaccionar en contra de los regímenes conservadores de clases cerradas que los precedieron, afanados en preservar sus privilegios, el clientelismo e inclusive la esclavitud; en efecto, los liberales trataron de separar el gobierno de la Iglesia, abolir la esclavitud y acabar con las desigualdades. Pero esta titánica proeza necesitaba de un sostén sólido -que no existía- y el fracaso de tales intentos trajo como consecuencia el surgimiento de caudillos, personalidades carismáticas fuertes que lograron y se mantuvieron en el poder con el apoyo de milicianos armados en el comienzo, y de ejércitos organizados más tarde.

Estos “hombres fuertes” surgieron durante las guerras de la independencia; usualmente eran terratenientes protegiendo sus intereses personales, quienes consolidaron su poder e influencia a todo lo largo del siglo XIX.

Mi padre, quien además de médico era historiador, decía que el siglo XIX venezolano podía resumirse en una estrofa del “Palabreo de la Loca Luz Caraballo” de Andrés Eloy Blanco:
Tu hija está en un serrallo//dos hijos se te murieron// los otros dos se te fueron //detrás de un hombre a caballo.

En Venezuela la presencia de esos caudillos caracterizó el período post independentista. José Antonio Páez, héroe de la gesta patriótica y Antonio Guzmán Blanco, el Ilustre Americano, son los de mayor relevancia, pero un número importante de jefes de montoneras sembró de inestabilidad la región y a los pocos años se vivió nuevamente una guerra civil, aún más cruenta que la de la independencia .

Entre los héroes de la independencia que se entronizaron como caudillos cabe también mencionar a José Gervasio Artigas en Uruguay, a Agustín Gamarra en Perú, a Juan Facundo Quiroga en Argentina, a Antonio López de Santa Anna en México , y a los brutales Gaspar Rodríguez de Francia -“el doctor Francia”- en Paraguay y Manuel José Estrada Cabrera en Guatemala, inmortalizados respectivamente por las plumas de Augusto Roa Bastos en “Yo, el Supremo” y Miguel Ángel Asturias en “El Señor Presidente”.

El siglo XX venezolano comienza con Cipriano Castro, El Restaurador, sucedido por su compadre Juan Vicente Gómez, el Benemérito, quien acabó con los caudillos locales y mandó durante 27 años. De igual manera en Ecuador Eloy Alfaro, “el Viejo Luchador” conculcó los derechos de sus adversarios, pero para sus partidarios si no era un dios, era prácticamente un enviado de Dios.

¿Será una herencia de la península ibérica? Francisco Franco se autodenominó en 1936 “Caudillo de España por la gracia de Dios” título que iba más allá del de Führer o Duce y António de Oliveira Salazar en Portugal se hacía llamar caudillo. La palabra caudillo, tanto en español como en portugués, tiene una connotación de heroicidad, del guerrero noble, idealista y valiente, como Viriato, el héroe de la resistencia lusitana contra Roma, y el mismo Cid Campeador. Sea lo que sea, la figura del hombre fuerte en América Latina sigue siendo inquietante. Carlos Andrés Pérez barrió en las elecciones de 1973 con el slogan “Democracia con energía” y una campaña mediática que lo mostraba como el caudillo enérgico que vendría a imponer el orden.

El cesarismo
Los pueblos latinoamericanos han tenido una marcada propensión al cesarismo. En su falta de educación y criterio se han cobijado bajo el ala protectora del gobernante autoritario, quien se yergue como la única figura capaz de controlar el poder político. Unas palabras de Antonio Leocadio Guzmán, uno de los mayores cínicos de la historia venezolana, muestran a la vez la total carencia de ilustración del pueblo venezolano pasada la mitad del siglo XIX, y de cómo los caudillos se aprovechaban de ello:
“No sé de dónde han sacado que el pueblo de Venezuela le tenga amor a la Federación, cuando no sabe ni lo que esta palabra significa. Esta idea salió de mí y de otros que nos dijimos: supuesto que toda revolución necesita bandera, ya que la Convención de Valencia no quiso bautizar la constitución con el nombre de federal, invoquemos nosotros esa idea; porque si los contrarios hubieran dicho Federación, nosotros hubiéramos dicho Centralismo».

Este ha sido el denominador común de todos los caudillos latinoamericanos: usar al pueblo para alcanzar sus fines, y una vez alcanzados, olvidarse de quienes los llevaron hasta allí. No se salva ni Bolívar.

En su blog, Luis Enrique Alcalá anota lo siguiente:
“Al referirse a los inicios de la Independencia, y a pesar de su limitada inteligencia, el autor de “Recuerdos de la rebelión de Caracas”, José Domingo Díaz, quien por ser vehemente realista e hijo expósito ha sido descalificado por muchos historiógrafos, dejó constancia de algo que no podía comprender del todo: “…Allí por la primera vez se vio una revolución tramada y ejecutada por las personas que más tenían que perder…”; y, para evitar cualquier duda sobre cuáles eran a su juicio los verdaderos propósitos de nuestros héroes, nos legó estas palabras dichas por Bolívar a Iturbe después de la Campaña Admirable: “No tema usted por las castas: las adulo porque las necesito; la democracia en los labios y la aristocracia aquí”, señalando el corazón”
El césar se presenta como salvador de la patria, justiciero, paladín de la justicia. Usualmente su nombre viene acompañado de un epíteto que lo califica y recuerda a quienes están bajo su égida quién es el que manda.

Nuestros países han pagado con sangre, sudor y lágrimas el tránsito del cesarismo a la democracia. ¿Estaremos regresando a los tiempos del cesarismo?
Max Weber sostuvo que las democracias tienden en esa dirección. Una afirmación que vale la pena analizar en profundidad. ¿Temeraria, extemporánea? Al parecer, ni una cosa ni la otra, sino una afirmación muy vigente a pesar de haber sido hecha hace casi 100 años. Vigente incluso en países desarrollados, pues toca el tema medular de las democracias de masas.

Según Gerhard Casper, Presidente Emérito de Stanford University y experto en Weber , “en la lectura de Weber uno no puede dejar de asombrarse por la relevancia que tienen sus planteamientos con nuestra situación histórica. Como nos encontramos con tendencias cesaristas en la política contemporáneas, lo que Weber tiene que decir sobre «gobernabilidad» (y gobernanza) es cualquier cosa menos que teórica».

El tema del cesarismo también fue exhaustivamente tratado por Oswald Spengler, contemporáneo de Weber, en su libro “La decadencia de Occidente» (1918). En él, Spengler identifica el período que va desde 1800 hasta 2000 como el período en que el poder económico de Occidente domina las formas políticas de la “democracia” – y coloca la palabra entre comillas. Los primeros cien años del siglo XXI, profetiza, serán de formación de cesarismos, seguido de un retroceso después de 2100, caracterizado por primitivismo, declive interno e incremento gradual de la crudeza del despotismo . Al menos en Venezuela, los argumentos que dio el partido de gobierno para aprobar la reforma constitucional que permitirá a Hugo Chávez reelegirse indefinidamente confirman las tesis de Weber y Spengler. Los colombianos, más sabiamente, pusieron a tiempo un freno en el ánimo de reelección indefinida de Álvaro Uribe. Tal vez fue el mismo Uribe quien se dio cuenta del peligro que ello entrañaba. Sin embargo, pareciera que Ecuador, Nicaragua y Bolivia van por el mismo camino recorrido por Venezuela.

Al hablar de cesarismo en nuestra región, hay que mencionar al ícono de la aclamación cesarista en América Latina, estudioso de Mill y de Darwin, de Comte y de Spencer: el venezolano Laureano Vallenilla Lanz, principal representante del positivismo venezolano, graduado en La Sorbona, contertulio de Unamuno, Pérez Galdós y Pío Baroja. Como director-editor del periódico “El Nuevo Diario” y más tarde en su libro “Cesarismo Democrático” (donde dedica un capítulo entero a la figura del “gendarme necesario”, encarnado en Juan Vicente Gómez), Vallenilla se explaya en la justificación del personaje dentro del contexto histórico latinoamericano:
“Si en todos los países y en todos los tiempos —aún en estos modernísimos en que tanto nos ufanamos de haber conquistado para la razón humana una vasta porción del terreno en que antes imperaban en absoluto los instintos— se ha comprobado que por encima de cuantos mecanismos institucionales se hallan hoy establecidos, existe siempre, como una necesidad fatal «el gendarme electivo o hereditario de ojo avizor, de mano dura, que por las vías de hecho inspira el temor y que por el temor mantiene la paz», es evidente que en casi todas estas naciones de Hispano América, condenadas por causas complejas a una vida turbulenta, el Caudillo ha constituido la única fuerza de conservación social, realizándose aún el fenómeno que los hombres de ciencia señalan en las primeras etapas de integración de las sociedades: los jefes no se eligen sino se imponen. La elección y la herencia, aún en la forma irregular en que comienzan, constituyen un proceso posterior”
Esta legitimación de la figura de Juan Vicente Gómez se ha consolidado en los distintos sectores de la sociedad venezolana. El mausoleo de Gómez en la ciudad de Maracay tiene infinidad de exvotos dándole gracias “por los favores recibidos”. ¿Acaso un llamado para la autocomprensión nacional?… ¿puede hablarse del “éxito” de Gómez?
Al día siguiente de la muerte de Gómez, Vallenilla escribió en El Nuevo Diario:
«¡Se murió el loquero!…El General Gómez me ha dado muchas veces la impresión de esos loqueros de antiguos manicomios que empleaban la terapia de la lata de agua y del látigo. No curaban, pero mantenían en orden al establecimiento… Fue un hombre importante y patriota, a su manera y de acuerdo con su formación. Un mediocre no se mantiene veintisiete años en el poder…Quedo pobre de una larga colaboración con él; pobre a conciencia, pues nunca, quise traficar con mis ideas. Me he limitado a exponerlas y las juzgo valederas para muchos años, a menos que en Venezuela se cumpla un proceso radical de transformación».

En el cesarismo, paralelo a la apología del caudillo, las elecciones terminan siendo simples plebiscitos – porque no son otra cosa que la aprobación o desaprobación del mandatario de turno – no hay tolerancia con la disidencia y las funciones de los legisladores y jueces se minimizan (con complacientes alzadas de mano y sentencias ad hoc). Desgraciadamente tengo que volver al ejemplo de mi país: en el acto de inicio del año judicial 2006, los magistrados que se encontraban en el Tribunal Supremo de Justicia corearon a gritos la consigna “¡uh, ah, Chávez no se va!”. Al menos en Venezuela, seguimos esperando por la transformación de la que hablaba Vallenilla.

No se puede hablar de caudillismo y cesarismo sin hablar de militarismo, la glorificación de las ideas y el estamento militar, simplemente porque la mayoría de los caudillos y césares o eran militares o se auto invistieron como tales .

Para los latinoamericanos, el militarismo ha sido un fardo muy pesado de llevar. Poseemos un panteón de héroes militares que ha minimizado el de los próceres civiles, verdaderos constructores de nuestras naciones. Basta comparar los resultados entre el siglo XIX chileno, con Andrés Bello a la cabeza, con los del siglo XIX venezolano -con los Monagas, Zamora, Castro, Falcón y hasta el mismo Guzmán Blanco, a quien no se le pueden negar ciertas ideas lúcidas y de avanzada…
En el siglo XX el militarismo fue más sofisticado, con ejércitos ya profesionales. Todas las naciones en América Latina tienen en sus instituciones y en sus políticas una marcada influencia militar, historias de golpes de derecha, de golpes de izquierda y un gran retraso con respecto a los logros de los países europeos y los Estados Unidos.

El Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, firmado en Río de Janeiro en 1947 fue concebido para consolidar las democracias y enfrentar contundentemente al comunismo. El resultado fue abrir las puertas para que los militares pusieran y quitaran gobiernos a su antojo, a la vez que legitimaron la intervención militar de los Estados Unidos en todos los países de Latinoamérica.

El editorial de la Revista Proceso del 1 de noviembre de 1995 es de una claridad meridiana al analizar el fenómeno del militarismo en América Latina en tan sólo un par de páginas:
“El objetivo del tratado era el de «garantizar la paz por todos los medios posibles, proveer ayuda recíproca, efectiva para hacer frente a los ataques militares armados contra cualquier estado latinoamericano, y prevenir las amenazas de agresión contra cualquiera de ellos.

Como consecuencia, esto condujo a la época en que importantes acuerdos bilaterales fueron firmados, abriendo camino a miles de oficiales militares y personal técnico para asistir a cursos de formación en los Estados Unidos o, hasta 1984, en la Escuela de las Américas en Fort Gulick, en el Canal de Panamá Zone…
El cuadro militar de América Latina se fue a Estados Unidos para aprender (además de técnicas de contrainsurgencia) el nuevo rol que iba a desempeñar en la defensa de sus respectivas naciones, así como en la defensa del «mundo libre». Y a partir de ese momento, los militares de América Latina comenzaron a verse a sí mismos como el sector más importante de la sociedad: los únicos capaces de garantizar «la supervivencia nacional», que fue amenazada por el cáncer «comunista». Este fue el comienzo de la Doctrina de Seguridad Nacional, que en 1965 -el año del golpe de Estado brasileño, que marcó el nuevo estilo de régimen autoritario-se convirtió en la visión del mundo para justificar y dar sentido al poder casi absoluto otorgado a las Fuerzas Armadas a partir de ese momento.

En el ámbito económico, hacia el final de la década de 1970 los militares habían logrado un cierto grado de «éxito» en la aplicación de programas de ajuste estructural, acompañados por enormes costos sociales, por supuesto, incluyendo la reducción del salario y altos niveles de desempleo. En el ámbito político, podrían jactarse de haber detenido el avance del comunismo, que en términos prácticos significaba no sólo desaparecer, torturar y asesinar a cientos de miles de opositores políticos, sino también prevenir la aparición de sindicatos y partidos políticos, el cierre de las legislaturas y arbitraria violación de las constituciones. En una palabra, los militares rompieron no sólo las estructuras de la sociedad civil, sino también de las estructuras democráticas que se habían consolidado antes de la llegada de las dictaduras; el «orden» se restableció al precio del desmembramiento de la sociedad civil y la destrucción de la democracia”
A pesar de todo esto y del poder omnipotente que desplegaban muchos regímenes, en los años 80 las voces de inconformidad de la sociedad civil se hicieron oír. Nuevamente el péndulo latinoamericano se inclinaba hacia las democracias. Tomando la idea de Drake anteriormente expuesta sobre la influencia de los eventos internacionales en el pendular de nuestros procesos, estos coincidieron con la caída del Muro de Berlín y del bloque socialista en general. En efecto, la excusa de “luchar contra la amenaza del comunismo” se había disipado y la posibilidad de establecer gobiernos democráticos y civiles era más que un desiderátum.

Desde los años 80 en adelante la democracia se impone en casi toda América Latina, más por efecto de los experimentos descentralizadores que se llevaron a cabo en los municipios, que por cualquier otro motivo. No hubo mayores cambios en la institucionalidad, la corrupción siguió rampante y los políticos en su mayoría seguían optando por un gobierno centralista. La fuerza de la sociedad civil activada desde sus parroquias contribuyó a consolidar lo que Drake llama “el tsunami de las democracias neoliberales”. Pero hubo –y hay- excepciones.

A la luz de los últimos años, resulta paradójico el papel que tuvo Venezuela como impulsora y reestablecedora de la democracia, principalmente en los países centroamericanos.

¿Qué pasó en Venezuela, que luego de haber tenido una de las democracias aparentemente más sólidas del continente, desembocó en un gobierno caudillista, cesarista y militarista? No puedo dejar de lado este análisis por lo particular, por lo anti-histórico y porque soy venezolana. Además, el chavismo se ha convertido en una franquicia de exportación –Bolivia, Ecuador, Nicaragua, algunos países del Caricom- y en el patrón de medida latinoamericana: o se está a favor o se está en contra de Chávez. Pero Chávez en ningún caso pasa inadvertido.

Pero Chávez no es una causa, es una consecuencia. ¿Fueron tan ciegos los dirigentes venezolanos como para no darse cuenta de lo que se estaba gestando?
Alexis de Tocqueville explica cómo los actores sociales de la Francia de 1789 ignoraron -o desestimaron, en el mejor de los casos- los signos prerrevolucionarios que tenían frente a sí: “…es decididamente sorprendente que aquellos que llevaban el timón de los asuntos públicos—hombres de Estado, Intendentes, magistrados—hayan exhibido tan poca previsión. No hay duda de que muchos de estos hombres habían comprobado ser altamente competentes en el ejercicio de sus funciones y poseían un buen dominio de todos los detalles de la administración pública; sin embargo, en lo concerniente al verdadero arte del Estado— una clara percepción de la forma como la sociedad evoluciona, una conciencia de las tendencias de la opinión de las masas y una capacidad para predecir el futuro—estaban tan perdidos como cualquier ciudadano ordinario ”
¿Hacia dónde va un país en el que los políticos en el poder están perdidos, y los que están por alcanzar el poder tienen un plan concreto de arrasar con todo, para establecer un “nuevo orden”? Experiencias con esos “nuevos órdenes” tenemos suficientes en la historia. Lo increíble es que sigan repitiéndose con el mismo patrón.

Yehezkel Dror, experto mundial en la generación científica de políticas (que no es otra cosa que un conjunto de procedimientos que ayuden a clarificar y asegurar el bien y el interés común) escribió una importante obra en torno al fanatismo como causa de problemas de gobernantes y actores políticos anómalos a la que llamó Crazy States, Estados Dementes. En ella analizó los rasgos y conductas de personajes y de movimientos revolucionarios y terroristas. Adolf Hitler, Idi Amin Dada, Muammar Kadafi, los Cruzados cristianos, los Guerreros Sagrados del Islam, los nazis, el Ejército Revolucionario Irlandés, entre otros, forman parte de la investigación de Dror. Los rasgos que a su parecer definen un Crazy State, son :
1. Políticas y metas muy agresivas en contra de terceros (generalmente sus opositores o adversarios), como las que usó Lenin en contra de los kulaks –los campesinos ricos- para quitarles el trigo que su revolución no producía.

2. Un compromiso reiterado, profundo e intenso con tales metas y la absoluta disposición a pagar un alto precio y a correr los riesgos que dicho logro entraña.

3. La certeza de poseer superioridad ante una moralidad convencional y las reglas aceptadas del comportamiento internacional, y la abierta disposición a ser inmoral e ilegal en nombre de esos valores “superiores”.

4. Comportamiento lógico dentro de los paradigmas que establecen. Una vez que se parte de un falso paradigma, lo que sigue es una cadena coherente de hechos, exactamente lo que Hitler y el régimen nazi hicieron con el caso judío: “los judíos son cucarachas: han causado todos nuestros males; a las cucarachas hay que exterminarlas, a los judíos también…”
5. Una propaganda bien estructurada que incluye el uso de símbolos y amenazas, para causar un alto impacto sobre la realidad. (Ejemplo de las lluvias en Venezuela) .

¿Esta marcha de Venezuela –y de los países que la siguen- es parte de lo que llama Paul W. Drake, estar entre la tiranía y la anarquía?…

Es interesante reflexionar sobre esta idea, pues la original no es de Drake, sino del Libertador Simón Bolívar, quien manifestó su desesperación al tratar de forjar una república democrática que pudiera resistir los peligros opuestos de tiranía y anarquía . La cita completa es: “cada democracia, parlamentaria o presidencialista, federal o centralista, transita el espacio que hay entre tiranía y anarquía” . Este pensamiento no abandonaba a Bolívar. En su discurso al congreso que redactaba la primera constitución de Bolivia, advirtió a los legisladores: “Vuestro deber os compele a evitar el enfrentamiento entre dos monstruosos enemigos, que a pesar de parecer encerrados en un mortal combate, os pueden atacar ambos a la vez. Tiranía y anarquía constituyen un inmenso mar de opresión rodeando la pequeña isla de la libertad”
Concuerdo con Drake en que desde que estas palabras fueron pronunciadas, los descendientes de Bolívar hemos lidiado con el clásico dilema de establecer una democracia que provea orden sin dictadura y libertad sin desintegración .

En todo caso, es contradictorio que sea el pensamiento de Bolívar el que califique –y a la vez descalifique- los autodenominados movimientos bolivarianos.

Hay otro factor que no puede quedar fuera de este análisis y es que la conquista de los países latinoamericanos se diferencia principalmente de la de los Estados Unidos en que los conquistadores españoles y portugueses vinieron sin mujeres y desde el principio se mezclaron, dando origen a una sociedad mestiza, de marcadas diferencias sociales, de estructura piramidal, con una base iletrada, paupérrima y sobreviviente, que con contadas excepciones, como Chile, Costa Rica y Uruguay, han podido alcanzar un mejor nivel de vida.

Cuando se está en situación de sobrevivir, poco importa quién está en el poder, pues se vive mal tanto en democracia como en dictadura. Un grafitti en Ciudad de México resulta muy ilustrativo de esta situación: decía “basta de realidades, queremos promesas”. Un derechazo a la mandíbula de cualquier político. Sin embargo, muy pocos acusaron el golpe.

La inestabilidad política en América Latina ha impedido que se creen políticas concretas y permanentes no sólo de reducción de pobreza, sino de creación de riqueza. Las políticas cambiaron con los gobiernos y los cambios de gobierno entre los siglos XIX y XX marcaron record en la historia del mundo. Por ejemplo, Perú tuvo 95 presidentes entre 1821 y 1969 –un promedio de un presidente cada año y medio.

Inestabilidad y populismo, la peor combinación. Por eso no extraña que hayamos ido de la tiranía a la anarquía y de regreso. Mientras, los pueblos esperando. Esperando un mesías.

Entre tanto, los políticos estaban más interesados en autopromocionarse. La Constitución de Perú de 1933 estableció que el Presidente de la República “personifica la nación”.

Los argentinos fueron aún más lejos: hay un libro de lectura de primer grado inferior, aprobado por el Ministerio de Educación después de 1952, que no es otra cosa que la glorificación de las figuras de Perón y Evita . Y en Colombia, Alberto Lleras Camargo, presidente entre 1958 y 1962, en tono de broma –y todos sabemos que no hay nada más serio que el humor- dijo que un presidente tenía que ser “mago, profeta, redentor, salvador y pacificador, que puede transformar una república arruinada en una próspera, que puede lograr que los precios de lo que exportamos suban y que el valor de lo que consumimos baje” . Una broma, sí, pero era el reflejo exacto de lo que esperaba la gente.

A esas masas anónimas y olvidadas dirigió su discurso Hugo Chávez. A esos indígenas desesperanzados les habló Evo Morales. A ese pueblo desesperado convocó Rafael Correa. Tocaron sus corazones, apelaron a su emocionalidad, los tomaron en cuenta. Es incomprensible que todavía haya quien se sorprenda de que hayan tenido “éxito” y arrastren tanta gente.

Pero el “éxito” no puede medirse en términos de arrastrar gente y el pueblo que sigue, también exige y castiga.

Lo sucedido el año pasado en Honduras es digno de un breve análisis: la Corte Suprema de Justicia ordenó la destitución de Manuel Zelaya, rechazando la imposición del referéndum que éste quería llevar a cabo para cambiar la constitución por anticonstitucional. También fue rechazada por el Congreso, la Fiscalía, el Tribunal Electoral y el Partido Liberal, el mismo en que militaba Zelaya. Ciertamente, los militares fallaron en cómo hacer cumplir la Constitución, y es condenable desde todo punto de vista haber sacado al presidente Zelaya como lo sacaron, pero el resultado final fue que ni Micheletti ni los militares se quedaron en el poder: con el llamado a elecciones triunfó la democracia.

Quiero hacer notar que me resulta incomprensible que el debate internacional se haya centrado en la salida de Zelaya, pero que nadie haya dicho –excepto los hondureños- que Zelaya había violado la Constitución, y procedía juzgarlo y llevarlo a prisión, si ése hubiera sido el veredicto. Una gran mayoría de los hondureños, por su parte, rechazó la “chavización” de Honduras.

Hoy, 26 de abril de 2010 América Latina está dividida ideológicamente: una parte del subcontinente va hacia la democracia y otra que va hacia el despotismo demagógico. Sin embargo, soy optimista con el futuro de nuestras democracias: mi optimismo está basado en los grupos organizados –ONGs- que trabajan por los derechos humanos, la ecología, la sociedad civil, la ciencia, y tantos otros renglones de la vida nacional.

Los países que hoy cuentan con democracias más sólidas se formaron a partir de estas ONGs, como los Partidos Verde en Europa. Las democracias hay que formarlas de abajo hacia arriba, y no de arriba hacia abajo como sucedió en América Latina.

Los experimentos de descentralización –a pesar de que la norma en América Latina siga siendo una marcada tendencia al centralismo- han producido escuelas informales de educación ciudadana, donde los participantes asumen su compromiso con la comunidad. Por primera vez los ciudadanos asumen sus deberes, además de sus derechos.

Son esos ciudadanos quienes se han organizado para ser testigos en las mesas electorales para impedir fraudes. ¿Quién hubiera pensado que Pinochet perdería el referéndum de 1988?
Los medios de comunicación masivos han tenido su buena cuota de responsabilidad en la participación ciudadana, pues han llevado la información adonde antes nunca había llegado. Las personas han podido desarrollar sus criterios y expresar sus opiniones. Los movimientos democráticos y de derechos humanos en todo el mundo le deben buena parte de sus efectos y éxitos al Internet y más recientemente al Twitter.

Nuestros pueblos están aprendiendo a elegir, no sólo a votar. Contrario a lo que sucedía en los años 80, 90 e incluso entrado el año 2000, la mayoría de los latinoamericanos hoy opina que prefiere un gobierno democrático por encima de uno autoritario. La satisfacción con la democracia va paralela al bienestar económico y no con las votaciones, ni con la libertad de expresión y otras libertades, ni siquiera con la igualdad en ninguna de sus formas.

En 1871, dos años antes de su muerte, John Stuart Mill describió en el Libro IV de Principios de Economía Política la relación que él encontraba entre el progreso social y los asuntos económicos. Para Mill, el progreso social se alcanza sí y sólo sí se incrementa el conocimiento. Para nosotros esto resulta una perogrullada y de una obviedad casi insultante. Pero aún en pleno siglo XXI en muchos países –y en muchos de nuestros países- no lo es, pues está muy lejos de la realidad y de los planes de los gobiernos de turno.

Mill sabía hace casi doscientos cincuenta años que las sociedades se emancipan a través de la educación y definió un término muy en boga hoy en día: empoderamiento. Las clases trabajadoras empoderadas, según él, son las generadoras de cambios profundos en las sociedades, pero esto dependería básicamente de la existencia de otros factores como:
– La capacidad de que permeen los excedentes de capital de los países más ricos a los países más pobres
– La reducción de los impuestos
– La protección de los ciudadanos, que pasa por evitar los conflictos y las guerras
– La protección de la propiedad privada
– La mejora de las capacidades empresariales de la población como vehículo para incrementar la prosperidad (también a través de la educación)
La democracia es uno de estos cambios. De manera tal que podemos concluir que la democracia es un valor que resulta de la educación. De la educación ciudadana en particular. De la ética y la educación en valores.

Indudablemente que falta mucho por hacer. Pero los cimientos están puestos y el empoderamiento que provee la educación ciudadana tejerá la red que sustentará las democracias del futuro. Desde las familias hacia las parroquias, desde las parroquias hacia el municipio, desde el municipio hacia el estado, desde el estado al país. Porque como bien acotó el Presidente Portilla de Guatemala en su discurso de toma de posesión, “nadie es tan débil para no ayudar, nadie tan fuerte para hacerlo sólo”.

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