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Al Caribe mi declaración de amor

A 2 grandes amigos, uno colombiano y venezolano el otro: a Manuel Domingo Rojas, que me abrió las puertas de Cartagena de Indias con su Honda fabulación y bonhomía extraordinaria; y a uno de los embajadores más brillantes de su país, Óscar Hernández, quien me dio a conocer entre tantas otras cosas la música de Óscar de León. (Se que esta es la más larga dedicatoria de una crónica, pero justa y necesaria, sobre todo ahora que hay quien anda por allí amarrando navajas).

El Wallander del trópico sería el antihéroe de Leonardo Padura, y viceversa, el tierno ex policía Conde es el mismo personaje nórdico, desilusionado de la vida, con mirada de San Bernardo y actitud existencialista, de Henning Mankel.

Digo esto con el conocimiento de causa que me proporciona deshacer los nudos de esas novelas policíacas que ocupan nuestras jornadas banales y nuestros días de supuesta, seria trascendencia. Y mientras pensaba en esto, hacia un examen de conciencia, a la manera en que lo hacíamos en una infancia obligada a discernir sin conjeturas frente al confesionario, con la diferencia de que ahora, aunque el sentido de culpa siga arraigado como oso «perezoso» en su rama, al menos puedo dudar de mi juicio del bien y del mal y no dar crédito sin fiador a los burócratas espirituales.

Pareciera que lo anterior no tiene nada que ver con lo que sigue, pero si que lo tiene. Y ha llegado el momento de confesar que soy un incapaz del mundo Caribe, -incluyendo mi porción yucateca-, un admirador de todo aquello que representa un modo de ser más libre que el mío, en el sentido lúdico y gozador de la vida. La sensibilidad en el Sur, bañada por el mar de las Antillas, es un secreto bien guardado y poco revelado. Por mas que quisiera «dejarme de vainas» y ver la tormenta huracanada con los ojos entrecerrados del sabio que aplica sus principios como van llegando, me delata el fierro marcado de inquilino colonial de la Inquisición que en México hizo y deshizo mucho más grave y perdurable que en el sur del continente. La leyenda quiere que abajo del Ecuador no exista pecado -Chico Buarque dixit- y no se ya si el latinajo «Ultra equinoccialem non peccatum», sea «cosa vera o ben trovata». (Para ello habría que volver a leer «La Visión del Paraíso», de Sergio Buarque de Holanda).

El hecho es de que estoy incapacitado para el jubilo constante; la sonrisa abierta, y hasta del malandraje (en la acepción brasileira) y picardía de extrema simpatía de nuestros hermanos en los confines del ecuador, que reciben el bautizo cotidiano de la negritud y el mestizaje extraordinario y mágico que seres tan agudos como Alejo Carpentier han podido asentar en actas de notaría literaria excelsa. Nada mas hay que ver a través de su lupa cubana, destacando las virtudes de un Siglo de las Luces al revés: mientras más nos subyugaba la supuesta ilustración, mas nos otorgaba una patente de alta poesía como antídoto a la despiadada ansia colonial de robarnos el alma, que rezumaba melaza, sensualidad, muslos de ébano -y no retóricos-, fuerza creadora y creativa, y un ingenio de adanes y evas en paraísos que siguen siendo un remedo del paraíso prefigurado en las Biblias de los conquistadores.

Pero se que no tengo remedio y me aparto de la razón pura de este exabrupto de crónica que reconoce su desmedida admiración y sana envidia por todo aquello que erige una civilización de profundo carácter alegre y sabiduría vital, como lo ejercen mis grandes amigos cubanos, colombianos, venezolanos y hasta brasileños -ya Garcia Márquez, que entendía de estas cosas como el que más, consideraba que los nietos de Camões, abajo del Amazonas, eran también Caribes puros-.

Y se me viene un recuerdo. García Márquez, hablando de este tema que me obsesiona, después de un almuerzo con Carmen Balcells, y Frederic Amat, en mi casa de San Cugat me dijo que el propio Libertador debería haber trazado un mapa con una línea divisoria que deslindara claramente la costa, de los inmensos Andes; aducía que la gente de tierra adentro era harta diferente y no podía compararse a la despreocupación inveterada, en el mejor sentido de la flexibilidad ante los embates de la vida, de los costeños.

Para mi, sin mayor reflexión de la visión del maestro Arciniegas (a quien admiro por su Biografía del Caribe sobre todo) la zona del mundo desparpajada que nos ocupa es, entre tantas otras cosas conmemorables, las delicias del tasajo, el ajiaco y la carne mechada; el balsámico ron, claro; la amistad entrañable sin aristas; la imaginación desmedida, pero con el rigor memorable de Derek Walcott; y el son que transforma en vibrante melancolía mis momentos mas tristes, casi trágicos y los trasmuta de frustraciones solemnes, en verdades relativas; descascando, pelando la piel del dramatismo para rebajarme la condena y la pena mas alta de amor, o el golpe más rotundo de cualquier injusticia laboral, por no hablar de los males absurdos de la cotidianidad que nos aqueja en nuestros países, tan inseguros y alicaídos en los días que corren.

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