En mi casa me inculcaron valores
Para el gobierno es un prófugo. Para muchísimos venezolanos, una víctima del gobierno. Para la enorme mayoría del país, un héroe.
Las horas que transcurrieron desde que se corrió la voz de que Marco Coello había abandonado el país hasta que se supo que estaba a salvo en los Estados Unidos, mantuvieron al país en vilo. Los mensajes en Twitter deseándole éxito en su huida, llenándolo de bendiciones y buenos deseos, convirtieron su nombre en tendencia nacional.
Es contradictoria, por decir lo menos, la actitud de los “revolucionarios” frente a las torturas, abusos y desmanes de los cuerpos de seguridad del estado cuando ellos mismos -o sus familiares cercanos- han denunciado haberlas sufrido en la época de la república civil. ¿Es que dejan de ser malas si son otros quienes las padecen?
El relato del joven Coello es tan auténtico, su dolor es tan conmovedor, su dignidad es tan imponente, que si usted no vio la entrevista que le hizo Fernando del Rincón en CNN búsquela en la web. Vale la pena que la vea, porque rescata lo mejor de la venezolanidad: la hidalguía, el valor, la decencia.
En un país donde la mayor crisis es la moral, resulta reconfortante escuchar a un joven que lejos de convertirse en un cínico –cosa que ha podido sucederle, con todos los horrores que padeció- está convencido de que quiere luchar por el país.
Su relato es un espejo de la Venezuela de hoy, donde los abusos pasan impunes, los derechos humanos son pisoteados y la disidencia es castigada con una violencia inaudita. Fue arrestado mientras se recuperaba de una bomba lacrimógena que le había golpeado el cuerpo durante una marcha. En un primer momento pensó que lo estaban asaltando. Ocho hombres lo rodearon, uno lo golpeó en la espalda con un extinguidor de incendio. Ese fue solo el comienzo. Los funcionarios no estaban uniformados, ni portaban identificación. Se enteró de que estaba preso cuando al final de un pasillo por donde pasó leyó en la pared “CICPC”.
De ahí en adelante, fue de peor para pésimo. Lo esposaron y lo arrodillaron por aproximadamente cinco horas. Le golpearon la cabeza contra la pared. Vio entrar muchos estudiantes detenidos. Pero a él lo llevaron a un cuarto aparte. Ahí le dieron un papel con una declaración que querían que firmara. Decía que él se declaraba culpable de los sucesos de ese día y que actuaba por órdenes de Leopoldo López. Le pusieron una pistola en la cabeza: “te vamos a matar si no firmas. Sabemos tu nombre, dónde vives”. Le dieron los nombres de sus padres, de sus hermanos. Él respondió: “no voy a firmar, porque no voy a culpar a alguien de algo que no ha hecho y no voy a admitir algo que tampoco he hecho”.
“¿No vas a firmar?” le preguntó uno de los funcionarios, mientras cargaba el arma y le apuntaba la cabeza. Otro funcionario lo detuvo: “no lo mates aquí, porque hay cámaras. Si quieres llévatelo para afuera y lo matas allá”. Lo siguiente fue trasladarlo a un sótano oscuro. Diez minutos más tarde llegaron de nuevo, lo envolvieron en una colchoneta y le pegaron con bates, palos de golf, le dieron patadas, lo rociaron con gasolina, le acercaban un yesquero y lo amenazaban con prenderlo fuego. Luego vinieron las descargas eléctricas. Pasó tres días incomunicado. Suficiente para quebrar a cualquiera.
Ante la pregunta de Fernando Del Rincón de por qué no había firmado para salvarse, la respuesta de Marco fue demoledora: “porque en mi casa me inculcaron valores”.
¡Marco, gracias, gracias, gracias! ¡Gracias por devolverme la fe en el país! ¡Gracias por hacerme ver que todavía hay una reserva moral importante! Porque aquí los valores se han ido de todas partes, como en desbandada. Nos hemos convertido en una sociedad cínica e insensible, permisiva e hipócrita y apareces tú con tu frescura y dices, con esa certeza, con esa fuerza y con esa autenticidad, que en tu casa te inculcaron valores. Me acosté a dormir feliz. Aunque tarde un tiempo, tenemos remedio.
@cjaimesb