La jueza
Las buenas almas juzgan por su condición. Supusieron que la jueza tenía la conciencia arrebujada por la lucha entre el ángel bueno y el diablillo malo. Tal vez deshojaba la margarita: lo condeno, no lo condeno; lo condeno, no lo condeno… Que llegaría a su casa exhausta por las presiones, ante un caso tan obvio, sin prueba alguna, que hasta para una jueza como ella, con estómago diseñado para digerir sapos y alacranes, burros enteros y moneditas, era imposible no ya una condena, sino una pequeña amonestación.
No sabían los que confían en las bondades intrínsecas del género humano que la jueza gozaba. No podían suponer que el único esfuerzo era el de mantener su rostro hierático, su cara de tabla, para no soltar la carcajada ante la incertidumbre y el sufrimiento ajeno. Le comentaría a su mentor: No te imaginas cómo tratan de interpretar mi rostro… a veces aprieto los labios para que crean que reflexiono; otras, enarco una ceja como si algún argumento me moviera músculos del alma… pobres.
La jueza vive en su burbuja. Toma deliciosos néctares y no lee ni escucha a la raza inferior depravada y escuálida. La necesitan, y ella, a golpe de sentencias, cambió su delicada piel por las escamas de reptil. No le teme al horror; lo disfruta. Ama al prójimo como Göering, hasta ríe como él. No se imagina que la burbuja sea pinchada algún día. No sabe de Nuremberg. Tiene atisbos de realidad cuando trata de sacar su piecito fuera; pero se devuelve, se encierra y vuelve a la placidez del útero revolucionario.
La jueza firmó el Pacto del Horror. Entregó su alma para que la administraran sus titiriteros; le dijeron que la burbuja duraría para siempre. Y confía. No ve la punta del alfiler que está a milímetros de la superficie de su globito protector. Cree que es un pajarito que se aproxima. Lo oye piar.