Una pésima costumbre
La exacta dimensión de la crisis reside en la interesada confusión del debate sobre el presente en relación al pasado, objeto de una radical satanización que aparentemente libera de todo costo político al oficialismo. La contaminación de criterios ha sido tal que todo esfuerzo de comparación, condena a la complicidad al más apartado y modesto de los ciudadanos con vicios que les fueron ajenos, impidiéndole reivindicar aquellos aciertos que hicieron de los célebres cuarenta años un período excepcional en la historia republicana repleta de guerras civiles, miseria y analfabetismo. Y esto es necesario decirlo, aunque tengamos por vocación un futuro que es urgente construir, partiendo de un distinto e innovador esfuerzo de imaginación.
Es de tal calibre esa crisis de apreciación que más de las veces nos negamos a reconocer que estuvimos mejor en 1998 respecto a 2004. No sólo en términos de calidad de vida, sino en lo referido a la generación y distribución de la riqueza o a la administración del poder, de observar el deterioro de los espacios urbanos, los índices de desinversión y desempleo, la ausencia de una política social más coherente y convincente que permita paliar la situación o la imposición de un autoritarismo que cuida de las formalidades legales.
Presumiblemente anestesiados, la corrupción hoy no alcanza el kilometraje de indignación que mostraban los viejos sondeos de opinión, como si ella estuviese resuelta, concediéndole amplias avenidas a la impunidad gubernamental. Opera una suerte de chantaje de la argumentación, políticamente útil, que impide –por ejemplo- toda parentela de Mercal con Corpomercadeo, pero igualmente juzgar sobre los porcentajes históricos de pobreza alcanzados frente a aquellos que deslegitimaron al antiguo régimen.
Las generaciones anteriores gozaron de un conjunto de ventajas que las actuales no podemos disfrutar: el petróleo alcanzó para subsidiar la prestación de los servicios públicos, el consumo de los alimentos básicos o la adquisición de viviendas. La debacle estuvo precisamente en que la renta no daba para el sostenimiento de esa empresa de mejoramiento de las condiciones de vida de la población, amén de las distorsiones que generaba, versionando una modalidad distributiva. Sin embargo, el gobierno imita –e imita mal- ese esfuerzo con agravantes que ya lo anegan: por muy represadas que tenga las divisas, simplemente no alcanzan; en lugar de dar su propio viraje, profundiza en las distorsiones; y, ya imposible de sustentarlo, opta por la violencia para aferrarse al poder.
El examen más distraído de las circunstancias que actualmente confrontamos, nos permite aseverar que los deterioros urbanos dejan muy atrás los de 1998, retrotrayéndonos a enfermedades o epidemias que supusimos por siempre superadas, soportando cotas de violencia que se dicen juego político, con una triple diferencia: ya no provocan indignación ni escándalo, porque constituyen delitos de opinión y de eso la reforma puntual del Código Penal se encargará; todo puede desembocar en una guerra civil prefabricada desde las más altas instancias del poder; y, el mayor de los riesgos, podemos habituarnos a esta caída sin fondo.
Por consiguiente, el revocatorio del mandato presidencial se inscribe en un esfuerzo de recuperación de un país que pisa y ¡se acostumbra! a tocar fondo en nombre de una justicia social que no es tal y en atención a un proyecto de poder que niega la democracia y la libertad. Se trata de ir más allá de lo existente, reiterando la inmensa necesidad e inaplazable urgencia de superar las condiciones que hicieron posible el chavezato para salir de Chávez mismo.
Finalmente, no olvidemos un detalle de los últimos encuentros públicos del oficialismo: el saldo de heridos y muertos que la improvisación arroja. Una vez, la transmisión televisiva abruptamente fue interrumpida al caerse parte de las inadecuadas instalaciones, alcanzando apenas a ver cómo funcionó el dispositivo de seguridad del sorprendido orador central que, a lo mejor, en fracciones de segundos, se creyó víctima de un atentado. Y, otras veces, los eventos culminan con víctimas concretas de las que Chávez no brinda la más mínima explicación. Y es de suponer que el silencio sobre esas tragedias, está debidamente respaldado por una informal póliza de asistencia, si es que puede llamarse así. Una pésima costumbre.
GÖRLITZ
Tuvimos la fortuna de coincidir con la festejada incorporación de diez países a la Unión Europea, concretamente el primero de mayo del presente año en la ciudad de Görlitz (Alemania), fronteriza con Polonia. Nos llevó al viejo continente, como parte de una delegación de los partidos del centro democrático, una intensa jornada de trabajo que permitió afinar criterios sobre la situación experimentada en Venezuela, al igual que atestigüar y participar en una celebración de indudable alcance histórico.
Görlitz se convirtió así en un punto de inflexión para quienes sabemos y padecemos de los intentos y fracasos integracionistas en este lado del mundo. El gobierno de Chávez le ha infundido tales kilometrajes de retroceso que la mayor de las angustias radica en quedarnos minimizados y desfigurados en un futuro, ante países como Polonia, Eslovenia o Lituania, por citar a tres de los nuevos miembros de la Unión Europea. Pudimos observar y comparar de cerca las huellas de lo que fue la Alemania y la Polonia comunistas, incluyendo un diálogo conmovedor y provechoso con Hildigund Neubert o la fundación que labora en el auxilio de las víctimas del viejo régimen, así como en la no menos necesaria tarea de preservación de la memoria sobre lo que significó e hizo la dictadura.
Sobran los ejemplos en el mundo entero de lo que razonablemente debe y puede hacerse frente a las locuras que genera el poder dictatorial. No significa renunciar a los sueños que constatemos que Corea del Sur supera infinitamente a Corea del Norte, regida por un dictador hereditario con estampa de rockero ya jubilado y cuya preocupación estelar está en fabricar una bomba atómica.
EJERCICIO DE FRIVOLIDAD
Visité a un amigo de muchos años, propietario de un “cibercafé”, lugar muy apropiado para que comunicólogos, psicólogos, sociólogos y politólogos hagan un esfuerzo útil de reflexión. Uno de los clientes, apenas conocedor de la pc (o máquina, como solemos decir), incomodaba en demasía por su intento de enviar una fotografía y mecanografiar un mensaje destinado a unas páginas que, en nombre de la amistad, sirven casi como de anuncios clasificados para ejercitar la frivolidad.
Por supuesto, inevitablemente invadimos su privacidad porque no supo de las rudimentarias tareas de colocación de su foto y el registro de sus señas zodiacales y demás aficiones. Colocación y registro que no se compadecían con su estampa ni la calidad de los argumentos esgrimidos para quien –seguramente- el modelaje a los 20 o 22 años es una quimera apreciable.
Y, también inevitable, el aparente desenfado del joven, según el cánon impuesto por la moda, nos hizo meditar: mientras el muchacho del cibercafé realiza sus ejercicios, a la misma hora otro auténticamente más desenfadado estará en Estados Unidos, Europa, Asia o acá mismo en Venezuela, hurgando a fondo la computadora para arrancarle sus secretos o desarmando una web compleja para humorizarla, afinando una argumentación jurídica o ajustando ingeniosamente una tubería de agua, ejecutando un instrumento musical o liderizando una jornada de protesta con talento, encestando, pateando o lanzando brillantemente una pelota.