Chapucería y arrogancia
El capítulo de los paramilitares fue escrito a partir de un guión chapucero y macabro. Sólo Dios sabe cuál habría sido el destino de los jóvenes embaucados en esa aventura absurda, si la Policía Metropolitana y Polihatillo no hubiesen detenido los dos autobuses que habían sido denunciados como robados. Las policías municipales, sin proponérselo, abortaron el martirio al que habrían sido conducidos esos “campesinos”. Probablemente habrían sido llevados a una refriega con el Ejército, de donde saldrían heridos o muertos. El episodio habría servido para descabezar la dirigencia de oposición y sepultar definitivamente el referendo revocatorio, fin último de toda la tragicomedia. Afortunadamente la maniobra se les cayó. Míster Peter de nuevo tiene razón: todo lo que puede salir mal, saldrá mal. La Sala Situacional de Miraflores debe de estar revisando los detalles de la operación para establecer dónde estuvieron las fallas de origen. Nadie mordió el peine. Tal vez el problema reside en que en un país con prensa libre las farsas siempre salen a flote. El Gobierno, por puro afán de coherencia, insiste en que todo es obra de la oposición golpista. Lloran para que alguien les crea.
Sin embargo, sería subestimar a Chávez pensar que se trata únicamente de chambonería. El fraude descarado y arrogante forma parte de la estructura genética de los regímenes autoritarios y de los mandatarios autócratas. Cuando el poder se asume con arrogancia, se subestima y desprecia al adversario. El gobernante no guarda ni siquiera las formas elementales que le dan cierto barniz de moderación al poder. ¿Qué necesidad tenían de presentar unos “paramilitares” que parecían sacados de un desfile del 5 de julio en Los Próceres, que, además, estaban desarmados y se entregaron como tiernos corderitos sin siquiera levantar la voz? ¿Por qué dicen que los venían siguiendo desde hace más de dos meses y los “capturan” a pocas horas de haber culminado con éxito el ensayo general de reparación de las firmas? Tratar de engañar al pueblo y manipular la conciencia colectiva para desprestigiar a la oposición, nace de una necesidad profunda de los tiranos: se sienten compelidos a reafirmar constantemente su poder, sobre todo cuando éste ha menguado. Entonces atropellan el sentido común, anulan la inteligencia y doblegan a las instituciones.
La farsa de los “paramilitares” la complementan con abusos en los que se pisotean las normas. La visita domiciliaria a doña Blanca Rodríguez, heroína que vence al militar golpista en la batalla de La Casona el 4-F. En esta oportunidad doña Blanca no estuvo acompañada de sus nietos, sino de su hija invidente, lo cual la hacía todavía más peligrosa. El allanamiento del hogar del diputado Rafael Marín, violando la inmunidad parlamentaria, uno de los fueros políticos más importantes desde la erradicación del absolutismo, a partir del siglo XVIII. Reactivan en plan contra Henrique Capriles Radonsky, quien se les ha convertido en un enemigo invencible con ese 70% de apoyo que aparece en las encuestas. La agresión al alcalde de Baruta la ejecutan a través de Danilo Anderson, fiscal del Ambiente. A un dirigente político, en trance de ser reelecto por una amplia mayoría, se le intenta lanzar al degredo utilizando a un abogado que debe ocuparse de resguardar el ambiente. Puede ser que por esas paradojas que vemos ahora, Anderson no necesite un médico internista sino un veterinario.
La arrogancia y los abusos de poder son típicos en las dictaduras, sea en sus épocas de esplendor o de su ocaso. Algunos biógrafos de Stalin informan que el cruel déspota que gobierna a la URSS durante casi tres décadas, solía demostrar su inmensa autoridad sometiendo al escarnio público a los miembros de su gabinete caíados en desgracia. En los días finales de su vida, cuando la represión y sus aláteres lo habían situado en el Olimpo, una de sus burlas favoritas consistía en colocar un tomate en el asiento que le correspondía al ministro venido a menos. Éste contaba con dos alternativas: retirarlo y provocar la ira del amo, o someterse a la humillación sentándose sobre el vegetal Ninguna de las dos opciones le ahorraba la salida del Paraíso una vez perdido el apoyo del tirano. Los “Juicios de Moscú”, presentados en ficción por Arthur Koestler en su novela El cero y el infinito, se convierten en la gran operación en la que el dictador, valiéndose de la “justicia proletaria”, decapita a los enemigos reales o imaginarios que acechan su poder. Quienes han leído La fiesta del Chivo, la célebre obra de Mario Vargas Llosa, saben los vejámenes a los que Rafael Leonidas Trujillo, el sátrapa dominicano, sometía a sus subalternos. Algunos de sus oficiales tenían que consentir que sus esposas pasaran por las manos inquietas y la bragueta insaciable de aquel viejo verde arrogante y desalmado.
En Venezuela estamos más cerca de los “Juicios de Moscú” que de los extravíos psicopáticos de Stalin y Trujillo. El comportamiento de Anderson (y del director de la DISIP, Miguel Rodríguez Torres, que habla de la oposición como si fuese dirigente del MVR) representan una muestra de hasta dónde está dispuesto a llegar Chávez en su afán de ajustar todas las piezas del engranaje revolucionario. El giro autoritario que estamos presenciando está dirigido a pulverizar las formas de la democracia representativa y del Estado de Derecho, e impedir el referendo revocatorio que el país (y no sólo la oposición), le han ido imponiendo al comandante, y del cual sólo podrá librarse si decide aniquilar una gran parte del pueblo.