De derechos humanos
El gobierno estuvo blindado por largo tiempo en relación al tema. Tan intensa y eficaz fue la retórica publicitaria y propagandística que los casos de violación resbalaban en la opinión pública, gracias a los ardides de un oficialismo que se presentó en escena como un realizador excelso de la libertad y de la democracia. Uno de ellos, recordemos, movió a Chávez, junto a la periodista denunciante, a indagar – in situ– el paradero de un desaparecido o torturado en el estado Vargas, reconquistándola para su causa. Sin embargo, un solo dedo –el de él- no puede tapar el sol y a la violación por acción se suma una particularidad del autoritarismo de nuevo cuño: la violación por omisión.
En efecto, desde el proceso constituyente sabemos de un imaginario –ahora frágil- que dijo de un régimen de reivindicación de los derechos humanos, afincado en las viejas violaciones que produjo el radical conflicto de los sesenta. El discurso obvió que, por aquella década, la guerrilla no fue precisamente un juego floral, como bien lo observara Pompeyo Márquez, contribuyendo a uno de los más groseros maniqueísmos que explican al rentismo político. Y, simultáneamente, resultó en un gigantesco pote de humo que ocultó, y nos distrajo, sobre la represión directa y selectiva de los disidentes, ya progresivamente masiva e indiscriminada, y la que el Estado ha ejercido a través de los círculos paramilitares de los que se sirve, facilitando sus actuaciones y evadiendo la responsabilidad de monopolizar el uso legítimo de la violencia. Sirva de ejemplo, la aceptación complacida de los francotiradores, a los que no se les toca ni con el pétalo de una rosa, a pesar de los deberes y obligaciones constitucionales que pesa sobre el gobierno a fin de garantizar la vida e integridad de las personas y bienes.
El asunto ya no estriba en los riesgos de poner el pellejo físico sobre el asador de una Fuerza Armada utilizada para reprimir a la oposición, sino los que sugiere la más simple manifestación de indignación frente a lo ocurrido. Advertir la existencia de presos políticos en Venezuela, pone en marcha los mecanismos de represión judicial del caso y, así, la declaración respectiva mueve a la Fiscalía General a una citación del declarante para enredarlo, ahogarlo y someterlo en un juicio capaz de atraer, enredar, ahogar y someter a otros en esa repugnante espiral de criminalización de la vida pública.
Todos los sondeos y estudios de opinión indican, desde hace un buen tiempo atrás, la sensibilidad que el tema en cuestión suscita. A nadie puede sorprender la enorme impopularidad del régimen ante las evidencias. Empero, la oposición debe seguir el camino de la denuncia sostenida, limpia, coherente y convincente, sin hacer concesiones a otros sectores caracterizados por su angustiosa torpeza. Equivale a decir que el calibre de la denuncia ha de guardar correspondencia con la sobriedad del denunciante y esto, amable lector, es necesario señalarlo porque un señor que tuvo por señas una conducta tan lamentable por abril de 2002, risible si no hubiese sido tan trágica, irresponsablemente vanidosa e imprudente, como la de Manuel García, le resta credibilidad al ejercicio ciudadano de resistencia ante los abusos del régimen.
Prosigue Chávez con un discurso endeble, mientras las calles están soportadas con sendas tanquetas que muy remotamente frenan al hampa común, presionando y amedrentando a la ciudadanía. Una experiencia inédita del fascismo que merece una respuesta valiente y, ante todo, responsable: es también un derecho humano el de denunciar adecuadamente la violación de los restantes.
Ficción de Normalidad
Inevitable, la convocatoria de las elecciones regionales ha encendido los motores de todas las organizaciones partidistas y civiles, suscitando no pocos problemas en torno a la nominación de los candidatos, como si corriesen tiempos de absoluta normalidad para el ejercicio ciudadano. La ficción ha atrapado y entusiasmado a no pocos, viviéndola intensamente para olvido de otros retos como el de enfrentar el revocatorio del mandato presidencial o denunciar y detener la constante violación –dolosa y culposa- de los derechos humanos.
No debe entenderse la posible participación de la oposición en los comicios, apartando la necesidad de desplazar pacífica e institucionalmente a Chávez del poder. Constituye un dato esencial que ha de transformar la cultura partidista misma de aquellos que velan por sus intereses más inmediatos, sacrificando a todo un colectivo que desespera. Y esto incluye a las agrupaciones de la llamada sociedad civil que, inexorablemente, mutan en partidos para incorporarse a las lides electorales.
Estas elecciones son atípicas, responden a una necesidad muy distinta de la que esgrimen los nostálgicos de los procesos previos a 1998. A la cabal conciencia de las circunstancias actuales, se suma un sentido de responsabilidad y, en definitiva, disciplina que dará cuenta de la calidad del liderazgo político con el que contamos en la oposición, a sabiendas que el del gobierno juega ansiosamente con la necesidad de sobrevivir a los avatares del momento.