Cuadernos del pasado y del presente
Las últimas horas son de firme determinación, coraje y convicción frente a la embestida represiva del gobierno. En forma masiva y desproporcionada, vaciando el arsenal antimotin que incluye sofisticadas armas de guerra, adquirido a costa del desempleo y del hambre de los venezolanos, saca a la calle todo el pánico que lo embarga ante las miles de rúbricas que –apenas- piden que se cuente en las urnas electorales y no en los atáudes a los que condena a la ciudadanía: todos lo vimos, el triste periplo de un cortejo que práticamente partió de Plaza Venezuela, cuando el régimen descaradamente asomó las fauces de su cobardía, el féretro estuvo acompañado por agentes de la DISIP y de otros “agentes” expertos en disparar a los edificios, como los de Bello Monte.
Todo el país protesta la otra cobardía, la del trío subordinado del CNE. Mintiendo desinhibidamente, refrigeran unas firmas que, repetimos, demandan un conteo de votos. Ni más ni menos. Y son los participativos y protagónicos, que –además- se han dicho adalides de los derechos humanos e incorruptibles, los que criminalmente niegan la oportunidad, inescrupulosamente atacan a la población pacífica y desarmada y, por si fuera poco, montan una pachanga que llaman marcha y mitín, con Chávez a la cabeza, sufragada con los dineros públicos: haló demasiado mecate para que lo recibiera y, ahora, mediante un viejo truco “nacionalista”, el entreguista del Esequibo, declama contra Bush.
No podemos pasar por alto la reflexión (sic) que el vicepresidente Rangel concede a la muy obvia demostración de indignación de la ciudadanía. La señala como expresión de una lucha insurreccional, trastocada la solicitud referendaria en un movimiento guerrillero que aflora mediante la técnica y la táctica del “foquismo”. La rueda de prensa que le sirvió de marco para exponer el más peligroso armamento de los ciudadanos, palos y “chinas”, le abrió las puertas del subconsciente: lo que vio en una de las aceras de los años sesenta, vertido sobre todos los acontecimientos actuales, aportando otra simplicidad a la retórica defensiva del oficialismo.
En efecto, intentando otro esquema, tan altísimo funcionario parece desechar el latiguillo del golpismo del que se ha servido el gobierno para descalificar el más mínimo gesto opositor. Ridiculiza a los comentaristas de planta que, desde el canal 8, versionaron los sucesos del día 27 de febrero cuando adivinan una réplica de abril de 2002, con la sola aparición de la Policía Metropolitana. Adicionalmente, atropella lo poco que pudo hilar William Lara, comandante antimotín de facto, cuando ensayó su rabia por el mancillamiento de la sede del mentado Comando Ayacucho, mientras la sede regional de COPEI, en la madrugada del mismo día, fue efectivamente carbonizada como –antes- la sede de Petare y, ahora, la regional mirandina con la más absoluta impunidad de siempre.
La letra de la Constitución no tiene valor para el oficialismo, salvo se trate de asediar a la creciente oposición de los venezolanos, paramilitarizando –por añadidura- su reacción dentro del esquema de la tristemente célebre doctrina de seguridad, cuyo espíritu impregna la carta de 1999. Fue necesario denunciar en muchas oportunidades las pretensiones represivas y autogolpistas de Chávez para frenarlas, desenmascarándolas, pero ahora –ya ubicados en una etapa prediseñada, administrada y calculada de desconocimiento de la voluntad popular- resultan inútiles, porque el régimen se ha sincerado: cada vez es más un pasado que se niega a morir, en un presente que ha sorprendido al encuadernador Rangel, intentando dar razones donde no las hay.
La coladura de un pasado remoto
Alberto Barrera Tyszka, a quien –por cierto- no leo con frecuencia, recientemente negaba haber asesinado a Jorge Rodríguez. Luce oportuna la aclaratoria, porque la inmensa mayoría o el resto de los venezolanos no lo hicimos ni lo avalamos moralmente, como pudiera suponer el oficialismo vengador que, también recordado por el columnista, cuenta entre los suyos a quien –desde el Congreso- negoció la salvación de Carlos Andrés Pérez, con motivo del sonado Caso Sierra Nevada.
No creo al rector del CNE, hijo del dirigente de la Liga Socialista torturado y ultimado por la policía política en los años setenta, psiquiátra además, como un cobrador de las facturas que se cuelan de un pasado remoto, aunque buena parte de los seguidores del gobierno lo hagan como una de las mejores ofertas discursivas. La imputación retrospectiva de un homicidio pavoroso a los venezolanos que jamás votamos por Chávez, incluyendo a los que lo hicieron, hoy arrepentidos, es una locura más de las tantas que alimentan a la doctrina oficial.
La paradoja vuelve a escena, pues, al encontrar casualmente a un condiscípulo del liceo, sabiéndome socialcristiano de toda la vida, mostró sus simpatías de burócrata de esta administración, argumentando – entre otras cosas- la muerte de Jorge Rodríguez. Le recordé, indignado, que nuestra paliza inaugural como noveles militantes e integrantes del movimiento estudiantil de entonces, fue al protestar tan vil asesinato, mientras que él, tan adolescente como nosotros, acudía a las aulas con pasmosa tranquilidad, escucha de lo quizá peor del disco-music, sin enterarse de las “ocurrencias” políticas de casi treinta años atrás. No veo problema alguno que se desinteresara de aquellos acontecimientos, pues fue su opción y, además, cada quien hace lo que le dé la gana con sus tímpanos, pero lo preocupante y peligroso está en que defiende su quince y su último recurriendo a una tipificación evidentemente política.
El burócrata dirá no enterarse que un dirigente juvenil fue gravemente herido por el disparo de una nueve milímetros, en Plaza Venezuela –Jonathan Patty- o que otro, en Táchira, es prisionero político –Danny Ramírez- en por suerte de un espejismo que tampoco dirá alcanzarlo con la crudeza y crueldad de los hechos: proyectiles, perdigones y lacrimógenas que distan de aquellos gases de la juventud, para entrar en la clasificación de los más peligrosos de la actualidad. Los perros de la guerra hoy están de plácemes.
Tupamarización del país
La ciudadanía protesta lógicamente frente al desconocimiento de sus firmas que equivalen al esfuerzo de hallar una salida pacífica e institucional a la crisis. La Fuerza Armada que, según la prédica oficial, no reprimiría jamás al pueblo, realiza el trabajo de un gobierno que perdió la calle. No obstante, exhibiendo un refinado armamento y el atuendo de rigor, los grupos paramilitares completan la faena.
Un mecánico del marxismo que dice explicar a algunos o a casi todos los personeros del régimen, dirá que las manifestaciones de indignación ejemplifican la lucha de clases, porque está prendido el este de la ciudad capital. Interpretación muy del canal ocho, si se quiere, pero que no responde a la realidad, pues no sólo el oeste, el sur y el norte están inflamados, sino que –por nuestra peculiar conformación urbana- los barrios populares o zonas marginales están prácticamente atados a las urbanizaciones de una clase media descendente, hacia el este. Por lo demás, si antes se habló de “llagunización” del país, el rescate viciado de la escena pública de unos pistoleros, la no admisión tramposa de su muy evidente culpabilidad, ahora asistimos a la “tupamarización” que es, en definitiva, sincerar la organización, amendrentamiento y ataque de los círculos armados que flotan junto al gobierno en las aguas del desprecio popular.
En muchos sectores marginales no se atreven todavía a mostrarse plenamente inconformes, porque están patrullados constantemente por esas bandas armadas que incluyen a malandros y azotes que cuentan con el salvoconducto oficial. Sin embargo, ya en el 23 de Enero o en Caricuao, la ciudadanía supera el miedo y valientemente se expresa, abriendo un cauce insospechado para aquellos que –como el alcalde Bernal- se creen capitanes invictos en la defensa del gobierno y, por si fuera poco, piden unos poderes extraordinarios (sic) a sus concejales, sin que sepamos en qué consisten y cuáles destinos cocinan con la arbitraria providencia.