Opinión Nacional

Revueltas buenas, revueltas malas

Las revueltas ocurridas en Caracas y otras ciudades del país después que la marcha del 27-F fuese reprimida con saña por la Guardia Nacional, ha propiciado toda clase de comentarios. Unos, de quienes de forma honesta cuestionan el sentido de las protestas. Otros, de fariseos que ayer aplaudían y aupaban saqueos y barricadas organizadas por ellos mismos, mientras hoy, una vez en el Gobierno, justifican las torturas y crímenes de los órganos represivos del Estado.

Comencemos por los primeros. Ciertamente, el ciudadano ajeno a la confrontación abierta y frontal al régimen personalista de Hugo Chávez, y que se considera a sí mismo fuera de la diatriba política, puede sentir una legítima irritación cuando se le impide el libre tránsito por las avenidas y calles donde suele desplazarse. Cuando esos pequeños hechos que llenan la vida cotidiana –ir al trabajo, llegar a la consulta médica, llevar los hijos a la escuela, comprar en el automercado, entre muchos otros- se ven interrumpidos de repente por grupos con los que no se coincide plenamente o de los cuales se difiere, es lógico que la rabia nos invada. Sin embargo, la empatía, como llamaba Max Weber la actitud de colocarse en los zapatos del otro, no debe ser sólo con quien sufre los rigores del trastorno de su vida diaria. El mismo ejercicio debe hacerse con quien se siente obligado a provocar el caos. En el caso de la gente que construyó barricadas e incendió fogatas, su conducta no fue el producto de una insurrección planificada por un comando estratégico. De tal instancia carecen los sectores opositores. Esas jornadas, que combinaron la resistencia con la denuncia, fueron el resultado de una fuerte dosis de espontaneidad, desesperación y hastío frente a la actitud intransigente y autoritaria del Gobierno. La marcha del 27 de febrero fue una más de una larguísima cadena de movilizaciones que han puesto a caminar por las calles y autopistas de Caracas a millones de ciudadanos pacíficos, que lo único que reclaman es que Hugo Chávez cumpla con su promesa de medirse en un referendo revocatorio. En Venezuela, especialmente en la capital, se han registrado las manifestaciones más gigantescas de que se tenga memoria en el mundo entero durante las décadas recientes. Esas concentraciones han impactado tanto por su volumen como por su frecuencia. Cuando el sentido común y la experiencia comparada indican que ese recurso se agotó, la gente responde con una nueva manifestación mayor que la anterior.

Ahora bien, ¿para qué han servido esas expresiones populares de desacuerdo y rechazo al Gobierno y a su jefe? Para nada. Para que el ególatra y sus secuaces se burlen del sudor de la gente. Chávez, Rangel, Diosdado y el resto de la pandilla, se mofan de la gente que se concentra, marcha, toca cacerolas, asiste a las asambleas de ciudadanos y recurre a todas las fórmulas que la tolerancia democrática permite. Aparte de la sorna, ahora se valieron de los señores Carrasquero, Rodríguez y Battaglini para intentar despojar al país del referendo revocatorio, única salida constitucional y electoral que permite anticipar la salida pacífica de Chávez. Por añadidura, recurren a la Guardia Nacional, la Policía Militar, la DISIP y hasta la Policía Científica para reprimir salvajemente al pueblo que disiente. Entonces, ¿qué espera la modesta ama de casa que no puede ir al automercado, o el empleado que no puede llegar a su trabajo, o el pequeño empresario que no puede abrir las puertas de su negocio? ¿Que la gente se deje vejar y reaccione complacida? La sumisión puede ser una respuesta temporal, pero no hay por qué considerarla el comportamiento permanente de un pueblo como el venezolano, con una clase media formada en las aulas universitarias y que aprecia el valor de la democracia. Los ciudadanos más comprometidos con el presente y el futuro del modelo democrático, han respondido con ira y exaltación frente al abuso de un autócrata populista que pretende imponer un esquema anacrónico de Gobierno. Esa respuesta airada de la gente ha evidenciado que los venezolanos somos pacientes, pero no pendejos, y que cuando somos vejados reaccionamos con dignidad, aunque esa reacción desencadene efectos no buscados que lesionan los intereses de quienes reclaman una neutralidad imposible de sustentar en las circunstancias actuales.

El otro grupo es el de los impostores. Esos que celebran las intentonas del 4-F y del 27-N, donde hubo ajusticiamientos y asesinatos de personas inermes e inocentes, como fiestas patrias. Esos mismos que alaban la supuesta justicia y legitimidad de la revuelta del 27-F de 1989, cuando hubo saqueos, asaltos y atropellos a gente desarmada. El motín popular de aquella ocasión sí lo justifican. Fue una revuelta “buena”, mientras la represión de los cuerpos armados del Estado supuestamente fue inhumana. En este lote se encuentran el Presidente y el Vicepresidente de la República, el Fiscal y el Defensor del Pueblo, el Director de Venezolana de Televisión y diputados como Tarek William. Chávez utiliza los muertos del 27 de febrero, muchos de ellos producto del exceso policial y militar, para justificar el golpe del 4-F. José Vicente construyó parte de su desaparecido prestigio, levantando las banderas de la defensa de los derechos humanos. Lo mismo hicieron Vladimir Villegas y Tarek William, quienes sin ningún pudor apañan los crímenes, las torturas, las desapariciones y los abusos contra los derechos humanos de quienes participaron en las recientes protestas callejeras. De Isaías Rodríguez y Germán Mundaraín, mejor no hablar. Su vileza traspasó los límites convencionales. Todos ellos hoy justifican (o atacan) lo que ayer cuestionaban (o defendían). Así son los farsantes cuando llegan al poder.

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