Opinión Nacional

Abajo caretas

Hugo Chávez se dejó de cuentos y decidió darle una vuelta violenta a la tuerca de la revolución. Se valió de sus obedientes sabuesos en el Consejo Nacional Electoral para casi extirpar de raíz el referendo revocatorio. Lo de “casi” no es un cumplido. Como el psiquiatra Jorge Rodríguez se debate entre culpas insondables, luego de subrayar que más de un millón y medio de firmas habían pasado por la máquina pulverizadora instalada por la mayoría oficialista en el CNE, abrió la ventana para una negociación con la oposición, que eventualmente conduzca a modificar los parámetros para realizar los reparos. Rodríguez sabe que la proposición de Chávez es inadmisible, por la sencilla razón de que no permite sortear con éxito esa fase. Probablemente le haya dado cierta vergüenza despojar definitivamente de su derecho al pueblo, que, por tercera vez firmó con entusiasmo y valentía para exigir que se realizara el revocatorio. La marcha del 27 de febrero y las barricadas que se armaron en Caracas y otras ciudades, para condenar el fraude que se veía venir, a lo mejor le trajeron a la memoria aquellas jornadas de protesta que encabezaba la Liga Socialista en la UCV bajo el lema “estudiar y luchar”. Estas son suposiciones, lo sé. Sin embargo, lo que no puede negarse es que, después de la terrible noticia dada por Francisco Carrasquero, previamente lanzada como globo de ensayo a través de la BBC de Londres, la posibilidad de concertar los cambios en la instrumentación de los reparos, es lo único que le queda a la oposición para impedir que el revocatorio se evapore irremediablemente.

Como se sabía que la promesa del referendo no podía cancelarse sin que hubiese violencia en las calles, Chávez decidió utilizar la fuerza represiva del Estado para demostrar sin ambigüedades quién ejerce el poder. Se acabaron los días en los que gritaba “maldito el soldado que agrede a su pueblo”. Pueblo es sólo ese sector de la población que lo respalda. El resto es basura que debe barrerse con la escoba que forman los fusiles, tanques y metralletas de su fuerza armada, tanto la oficial como la paralela. Sea esta la del trisoleado García Carneiro, la de la comandante Lina Ron, los Tupamaros, los Guerreros de la Vega, o la del resto de forajidos que forman los círculos bolivarianos. A William Ojeda estos delincuentes le hicieron probar la hiel de los bárbaros. Este Gobierno, que se jactaba de no reprimir, de no pasar de la palabra a los hechos, se ha transformado en el más represivo que haya tenido Venezuela en toda su historia democrática. La Guardia Nacional, la Policía Militar y la DISIP, apoyadas por los paramilitares cubanos que en sucesivas camadas han arribado al país, arremeten sin misericordia contra los ciudadanos que, movidos por la ira y la frustración, se oponen a que Chávez y sus acólitos del CNE confisquen el revocatorio y avancen por el terreno del autoritarismo. El Gobierno, como todas las revoluciones comunistas, cuenta en su haber con una cifra importante de muertes, además de las del 11 de abril.

El giro revolucionario, anunciado por Chávez en diciembre del año pasado cuando proclamó que 2004 sería el año de la “consolidación de la revolución”, se completa con los presos políticos y los torturados en aumento. Ya no es sólo el general Carlos Alfonzo Martínez, detenido por razones estrictamente políticas. Nuevos nombres se han incorporado a la lista. El más conocido es el de Carlos Melo, eficaz y valiente hombre de oposición, pieza clave para garantizar la organización y seguridad de las gigantescas concentraciones y marchas que se realizan en Caracas. En la mira se mantienen otros nombres. Las amenazas no se concretan porque Hugo Chávez todavía puede mantener ciertas apariencias de tolerancia y amplitud con algunos dirigentes con amplia exposición pública. Enrique Mendoza, Antonio Ledezma, Andrés Velásquez, Juan Fernández, Henry Ramos, los jóvenes de Súmate, entre otros, son bocado de Cardenal, sólo que el costo de atraparlos es demasiado alto. La situación todavía no impone aplicar una persecución en caliente de estos dirigentes. La opinión pública internacional, y quizás algún militar activo con cierto prestigio, podría reaccionar con furia frente a un atropello de tal magnitud. Chávez prefiere jugar al desgaste de esa capa de líderes que lo perturba, pero que no logra arrinconarlo.

La revolucionaria que estamos viendo obedece a un plan, no hay dudas. Chávez no cree en la democracia. De ello ha dado pruebas hasta el hastío. El punto es que la oposición sólo cuenta con piezas para enfrentarlo en el tablero democrático. En los otros tableros -el abiertamente insurreccional y subversivo o el legal- no se le puede encarar. Posee el control de las Fuerzas Armadas y de todas las instituciones básicas del país. Lo ocurrido en el CNE constituye una prueba más de ese dominio. Únicamente resta filtrarse por los resquicios de democracia con los que no ha podido acabar. En este campo se presentan dos eventos importantes. Uno es la lucha por mejorar las condiciones para los reparos. Tal como éstos fueron aprobados por los lugartenientes de Chávez en el CNE, son inaceptables. Habría que retornar al período inicial de cinco días, elevar el horario a doce horas, flexibilizar la verificación de las firmas asistidas y aumentar el número de computadoras por centro de atención. El otro evento fundamental son las elecciones regionales y locales. La oposición no pude dejar en manos del Gobierno 23 estados, 335 municipios y la Alcaldía Mayor. Esto sería el fin de la democracia por muchos años. Sería la cubanización irremediable del país. Las condiciones para participar en esas elecciones habría que negociarlas. Se podría comenzar por diferirlas hasta diciembre. Habrá que volver sobre el tema.

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