Opinión Nacional

La libertad de expresión como herramienta autoritaria

Durante el perezjimenato no hubo libertad de expresión, consecuente con su concepción policíaca –algo más que policial- del mundo político. Importaba la inmediata transformación del medio físico capaz de concederle un cartel de legitimidad histórica y, a la vez, reportar estupendos dividendos a los prohombres del gobierno.

El tiempo no pasa en vano y el chavezato nos ofrece una actualizada versión, pues, siendo difícil y complejo el directo cercenamiento del derecho a la libre manifestación del pensamiento, su reconocimiento se convierte en una magnífica herramienta de trabajo para lo que es, en definitiva, una nueva acuñación del autoritarismo que busca desesperadamente un cartel de reconocimiento (el social), aunque la aleación de metales sea dudosa dados los niveles alcanzados por la corrupción.

Digamos, por una parte, que el oficialismo ha desechado, por los momentos, el cierre sistemático de los medios establecidos, pues pretende competir con ellos, gracias al dinero de todos los venezolanos. Así como la Universidad Bolivariana deja intacto el problemario de la educación superior del país, el régimen aspira a controlar toda la red telemática, más allá del canal 8, fundado en la política como fe, raro eslabón de la competencia, refrigerando así la crisis que nos aqueja.

No olvidemos, por otra parte, las facilidades que brindan los medios privados, inducidos a defenderse como si fuesen partidos políticos. Agudizando una tendencia que hizo posible la aparición en escena del fenómeno chavista en las vecindades de 1998, corren no sólo el riesgo de competir –ésta vez- con los partidos propiamente dichos, alimentando la confusión y desfiguración de unos y otros, sino de afectar definitivamente el prestigio que un día alcanzaron en los sondeos y estudios de opinión, en virtud de la especialización, como instituciones confiables, curiosamente, junto a las Fuerzas Armadas.

Al fallar la táctica, ésta ambiciona un horizonte estratégico con el proyecto de Ley de Responsabilidad Social en Radio y Televisión que puede reaparecer como un factor de perturbación calculada y propósito obstinado, por el empuje y bullicio de una pírrica mayoría parlamentaria. Y es que, finalmente, el oficialismo se ha hecho de un peculiar, duro y caprichoso arsenal constitucional y legal, fiero devoto de las apariencias democráticas, para procurar arrinconar y pulverizar la disidencia, excepto aquella que le permite una fatigosa administración del conflicto que es tan caro a la presente vocación dictatorial.

El asedio impune de las emisoras radiales y televisivas o la difamación sistemática de los líderes opositores, constituyen piezas de un engranaje perverso que va marcando las horas sin un asomo de escrúpulo. Consabida la muerte y las lesiones sufridas por periodistas, comentaristas y camarógrafos, no es extraño que los profesionales sobrevivientes hayan recibido disparos de advertencia en los últimos actos y movilizaciones para que –sencillamente- no se conozca de los sucesos que la relojería oficial impone, pero –valga preguntar- ¿cómo harán con los video-aficionados?, ¿acaso hay un plan de masiva persecución para los corajudos videócratas del momento?, ¿reinventarán un tipo penal para el afortunado testimonio de los muchos que sortean los peligros e, incluso, de los tantos que no pueden adquirir el pequeño equipo por las bondades inauditas del control de cambio?.

El detalle de una cámara portátil, como el de los pronunciamientos de la Conferencia Episcopal, ayudan a zanjar las diferencias entre Chávez y Pérez Jiménez. Por menos de lo que señaló la Iglesia Católica de entonces, en mayo de 1957, éste último comenzó a hacer las maletas para irse del país. Cuarenta y seis años después, el sucesor de Miraflores se resiste como empresario de los medios que no les pertenecen, con prisioneros políticos que no duda en mezclar con la delincuencia común y el disparadero y gaseo de los que lo protestan cívica, pacífica y desarmadamente.

EL MORBO TERRORISTA

Triste, muy triste, lo que ha ocurrido en Madrid. Escuché a una persona, en el ascensor, decir que “al menos, eso pasó allá, muy lejos”. Y sentí un inmenso miedo.

Ya no hay el “muy lejos” de otros tiempos, cuando la catástrofe nuclear –recordemos- parecía un asunto exclusivo de las grandes y geográficamente distantes superpotencias. El terrorismo es cosa de allá y de aquí, una plaga incansable y en expansión. No cabe darle visos de legitimidad “por distancia”, si cabe el término, pretendiéndolo extraño cuando muy, pero muy acá, se le ha pretendido como una salida legítima (sic), a juzgar por la conducta ambigüa, interesadamente ambigüa del oficialismo. Casi a la altura de un morbo político necesario y conducente.

Recodemos las ideas y las diligencias que expuso e hizo el gobierno en torno al caso de “El Chacal”, quien no tuvo tapujos a la hora de justificar el terror recientemente para escándalo de la opinión pública mundial, sin aceptar la inocencia de las centenares de víctimas del flagelo. Y sospechamos que, una vez perdido el poder, inicialmente selectivo, será un expediente desesperado del chavismo. Así de simple.

La muerte, por ajena que sea, duele. Pienso en un amigo, Ramón Petit, Secretario Nacional de los Trabajadores Socialcristianos: perdió meses atrás a una hija por cáncer y, ahora, pierde otra hija víctima del hampa. Pienso en alguien que conocí a través de sus artículos y libros e, incluso, por un expediente que cursó en el tribunal penal donde laboraba el suscrito muchos años atrás, por difamación, y que –a pesar de las radicales diferencias ideológicas y políticas- aprecié como un honesto hombre público: Radamés Larrázabal, fallecido hace poco en Cuba. Pienso en todos los inocentes de apurado tránsito terrenal, gracias a la ocurrencia enfermiza de una postura política imbuida de la cultura de la muerte.

EL CARRITO Y EL AUTOBUS

Al emplear el transporte público, frecuentemente apuesto por un autobús que, raudo y veloz, mastodonte temible en medio del tránsito de los abusadores, nos permite llegar a tiempo a nuestro lugar de destino. Además, si logramos pescarlo, porque el piloto evita todas las paradas posibles, nos trasladamos con un mínimo del confort que ya no tienen las camionetas, busetas o carritos por puesto.

La nota es válida cuando, décadas atrás, el autobús era símbolo de todas las penurias urbanas. Destartalado y desaseado, lentamente desplazaba a un sin número de pasajeros, soportando las “coleadas” violentas de los liceístas por la puerta trasera, para disgusto de un chofer ubicado en los escalones más bajos de la estratificación social y, a guisa de ejemplo, el padre de la protagonista de “La hija de Juana Crespo” de Román Chalbaud, si no recuerdo mal el nombre de la telenovela, era un personaje fatigado de las muchas horas al frente del volante. No hubo alza de las tarifas autobuseras que no despertara la ira protestataria del estudiantado, así pasara de Bs. 0,25 a –apenas- Bs. 0,50, cosa que hoy luce ridícula cuando el chavezato, en cinco años, ha permitido quinientos asombrosos bolívares, mientras el subterráneo caraqueño desmejora galopantemente.

El autobús anidaba toda suerte de incomodidades, aceptando la mudanza intraurbana de fumadores, mientras que los carritos, limpios, ligeramente más caros, representaban lo contrario, aligerando nuestros pasos. Hoy, la relación se ha invertido y éste sintetiza el drama de la transportación pública con toda suerte de abusos. No hay una política pública coherente, seria y convincente para el traslado, la mudanza o el aligeramiento de los pasos del ciudadano en nuestras ciudadades, sino –reflejo de las ocurrencias de palacio- sordidez, riesgos y fatigas encapsulados en las calles y avenidas.

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