Las etapas de un autogolpe
El oficialismo que tanta retórica deplegó en favor de una democracia que fuese participativa, ahora se siente cómodo en el camino de la sinceridad. Sus esfuerzos están orientados a burlar una exigencia tan elemental, como es la de actualizarse a través de la consulta popular, mientiendo con un descaro tal que hace palidecer todas las consignas que esgrimió supuestamente ahormado en un propósito de cambio.
Esos esfuerzos cada vez más delatan la intención de desconocer el referendum revocatorio del mandato presidencial e, imponiendo la mayor dilación posible con la ya inocultable complicidad de tres rectores, no tiene otro puerto de llegada que el autogolpe de Estado. Puede decirse que hay una suerte de empastelamiento doloso de un proceso que ha debido avanzar según la voluntad de tres millones y tantos de firmantes y, debido a la evidente colonización de todos los órganos del Poder Público, quizá no habrá la necesidad de asestar ese golpe de acuerdo a los esquemas tradicionales.
En las circunstancias del presente, la legitimidad del CNE depende de la unanimidad de las decisiones que adopten sus rectores, pero -quebrada por un trío que obedece a los lineamientos del gobierno- la respuesta más obvia es la del desconocimiento del revocatorio, con el baño consabido de esa propaganda mentirosa que hace añicos aún la más genuina o auténtica voluntad del constituyente. No existe otro paraje en la versión oficial de la democracia que el de los eventos plebiscitarios e inauditables que fragüaron al régimen, pues, recordemos la salida en 2000 del ingeniero Amado Dunia del organismo electoral, por alertar y denunciar las irregularidades de la automatización.
La recolección de las firmas fue hecha con pulcritud y transparencia seguido el plazo que interesó al gobierno, obligando al CNE a una verificación y validación igualmente pulcra, transparente y, sobre todo, oportuna. Así como Chávez ascendió al poder con la aceptación y reconocimiento de quienes no lo votamos, a tenor de las reglas que imperaban, lo menos que puede hacer es aceptar y reconocer a quienes lo firmamos para desplazarlo pacíficamente, comprendidos rigurosamente en las normas que logró imponer.
Entendernos en una de las etapas del autogolpe, no significa resignación alguna y, menos, ante la denuncia vehemente, que el oficialismo se resigne a darlo. Al contrario, desenmascararlo lo fuerza a intentar otra táctica y, a lo mejor, a renunciar a la estrategia emprendida, pues, también ha de responderle a sus seguidores más ingenuos que pugnan por hacer valederas las consignas desplegadas, agobiados por el hambre y el desempleo.
El reciente asedio fascista del régimen en la ciudad de Mérida, pretendiendo enjuiciar a un conjunto de ciudadanos por los caprichos de un gobernador tan afin al de Táchira, obedece a un engranaje perverso del Gran Dispensador de Miraflores. No son hechos fortuitos, sino piezas de una misma trama que va alcanzando sus éxitos y fracasos en la medida que los venezolanos desmayemos o nos repongamos en el duro combate cívico.
El Estado Campamental
Hay golpes que no avisan la parsimonia y la presunta distracción de sus ejecutores, como ocurriera en las fases pacientemente cumplidas por Francisco Franco. Se dirá una exageración parangonar su conducta a la de Chávez, pero éste, con la salvedad del caso, mezcla de miles de experiencias, fuerza a la comparación. Y es que, por solicitud de un internauta, nos permitimos dos consideraciones adicionales a la del autogolpe que el más avisado advertirá como una secuencia de estilo, aunque los hechos y las intenciones abran el abanico de las grandes diferencias.
Javier Tusell señalaba once o doce años atrás, en una obra donde el historiador creó o recreó sendas categorías de análisis al compás de los inéditos materiales empleados, la obsesión del generalísimo por una descomunal conspiración que lo acechaba y la configuración de lo que llamó el Estado Campamental de Burgos (“Franco en la guerra civil. Una biografía política”, Tusquets, Barcelona, 1992). De un lado, las más ridículas o absurdas creencias lo llevaron a dibujar el mapa de una gigantesca y diversificada, secreta y eficiente conspiración que debía atajar, siendo –precisamente- esa visión conspiratorial de la historia la que signaba el curso de sus actos. Excedido, Chávez comulga con esa concepción del mundo y de las cosas, pues, hasta sus propios fracasos necesariamente dependen y dependerán del gesto más insignificante, pero malévolo, de los que no lo desean en palacio, propinándonos una versión monolítica, cuartelaria y autárquica del país que lo celebra y lo padece.
De otro lado, el ibérico propuso e impuso la “mentalidad de un Ejército que se ha lanzado a una misión policíaca contra la supuesta o real subversión”, predominando una sensación de provisionalidad que parecía lógica mientras se esperaba la definitiva derrota de los republicanos. La noción campamental de los sublevados de 1936, se apoderó del Estado hasta que la victoria les permitió impulsar la crónica obsesión – ésta vez- por una España imperial y misionera que, irremediablemente, tragó a sus hijos. Por supuesto, no es el caso de Chávez, sino en la medida que el Estado venezolano sigue embriagado de una enfermiza provisionalidad, impotente para dar respuestas de profundidad a los problemas que lo aquejan y dificultado para pulverizar – de una vez- todo vestigio de cultura política democrática.
Problemas como el de la educación superior o de la salud, no alcanzan la certeza que pudiera dar una política pública conveniente, enterada, consistente, eficaz o trascendente, pues, los paños calientes son los que responden a las vicisitudes de un pueblo fatigado. La Universidad Bolivariana o los operativos médico-asistenciales de rara ocasión, ilustran la generación constante de campamentos estatales que dicen asegurar el cuartel general de quien se aferra firmamente al poder. Y, mientras la artillería sea la de los petrodólares, no habrá necesidad de recurrir a la pólvora verdadera, a menos que se trate de los círculos del terror y de la irregular provisión de armas y artefactos lacrimógenos que, por cierto, ha servido también para la sospechosa realización de asaltos o atracos a determinados locales comerciales.
La severa distinción del régimen franquista, ampliamente reseñada por Eliseus Herrero, a propósito de otro título de Tusell (www.clio.rediris.es/biblos/tusell_libro.htm), no sólo invita a una necesaria caracterización del llamado chavismo, sino al probable descubrimiento de semejanzas nada alentadoras. Por lo pronto, esperando haber respondido al amable lector o emileano, sigue gravitando la fantasía conspiratorial y la vocación por lo transitorio, ante la orfandad de las ideas que sean tales, conjurando todo peligro mediante el (auto) golpe a crédito o al contado.
Loteriásis
Los juegos de envite y azar forman parte de la vida nacional, independientemente de los latigazos dados por la crisis. Los terminales florecen con mayor ímpetu por estos años, aunque siempre formaron parte del paisaje común frente a un Estado interesadamente impotente. La ilicitud es el dato tangencial de una enfermedad que nos corroe. E, incluso, no habrá mejor observatorio politológico que el curso seguido por el proyecto de Ley de Bingos, Casinos y Traganíqueles de acuerdo a las atenciones y omisiones prestadas por los parlamentarios de ésta, la nueva era republicana.
Impresiona que los venezolanos inviertan anualmente $ 830 millones en la lotería, a la tasa oficial del tipo de cambio, escapando el 84,5% de las arcas fiscales (revista “Gerente”, edición extraordinaria 2003-2004, Nr. 5). Es cierto que el deterioro galopante de los niveles de vida, el hambre y el desempleo, los empujan a probar suerte en las tantas taquillas que riegan el campo y la ciudad, pero no menos cierto es que forma parte de la cotidianidad, de los hábitos y predisposiciones de un país que rinde culto al sorteo petrolero.
Convengamos que, cinco años atrás, no era la decencia el signo característico de la república. No obstante, recordemos, la Contraloría General no ocultaba, en sus informes al parlamento, buena parte de la realidad y, concretamente, nos sorprendía la denuncia de aquellas loterías que clamaban por un subsidio salvacionista ante la inminente e incomprensible quiebra. Hoy, con la supuesta innovación del poder, acaecida nada más y nada menos que una presunta revolución, por la rifa infinita del destino, ni siquiera el Contralor acude ante la Asamblea Nacional o su directiva y, menos, a los medios de comunicación para dar una versión del rumbo que hemos tomado.