Hybris, revolución y estatocracia
Desde la Antigüedad griega clásica, el concepto de hybris alude al desequilibrio, al caos, a la desorganización; bien sea en el plano de la desmesurada naturaleza que todo lo trastoca y revuelve con sus cíclicos estremecimientos, sismos, tifones y terremotos; bien sea en el complejo ámbito de lo social. La hybris, tal como la concebían los griegos, es el opositum de la Dyké, es decir; la ley, el acuerdo armónico y la concordancia. No es que los griegos no conocieran las revoluciones; es que le tenían pavor tanto a las tiranías como a las “revoluciones” por considerarlas fuentes de injusticias. Igualmente, inventaron el concepto de catarsis y con ello dieron con el antídoto contra la sobresaturación y el exceso de desmesura, valga la tautología.
Transcurridos más de veinticinco siglos, la idea de hybris se expresa entre nosotros bajo la forma política de “revolución”. Porque, qué es una revolución si no un caos, una ‘sopa prebiótica’ que pretende comenzar todo de nuevo; una tabula rasa que inaugura una novísima epifanía donde ciertos vivillos intelectuales y profesores universitarios se montan en la ola de un incontestable descontento social y popular para, desde la cúspide de la ola revolucionaria, proclamar el inicio de un “nuevo tiempo histórico” que se corresponde con la nueva histeria acrítica de la turba irredenta. Pero la interrogante que nos trepana el cerebro y nos acosa lobotómicamente es esta: ¿En verdad existe en Venezuela un proceso revolucionario en marcha?
Cada quien está en el derecho de elegir la respuesta que legítimamente estime conveniente, no obstante y pese a lo que muchos venezolanos autoproclamados “mayoría” dicen, mi opinión es que en la patria de Bolívar, y en nombre de sus ideales, sus pensamientos y su bandera, se está desarrollando un proceso irreversible de creación de un Estado contrarrevolucionario, una tiranía constitucional estatocrática; el Estado ha ido creciendo y agigantándose paquidérmicamente cual monstruo Leviatán y dictando la juridicidad que habrá de regir la vida de sus individuos bajo la tutela del gran Moloch bolivariano. En Venezuela se vive, con espantosa nitidez, lo que Pierre Clastrés denominó “el Estado contra la sociedad”. Aquí no hay revolución. Luego de 5 años de revolución bonita, en Venezuela se ha centuplicado la deuda social que el Estado tiene con los jubilados y pensionados y el sistema de seguridad social es un gigantesco desastre de proporciones inconmensurables. No puede haber revolución en un país donde el ciudadano sale de su casa a trabajar con la incertidumbre de no saber si va a regresar vivo en la noche a su hogar porque el hampa y la delincuencia son dueños de calles, avenidas, caseríos y barrios. La impunidad juega garrote y se enseñorea como una hórrida verruga en el rostro inmaculado de nuestra vituperada constitución bolivariana. No hay revolución ahí donde el sistema carcelario es una infernal máquina de fabricación de cadáveres diarios y el sistema de administración de justicia un agujero negro que traga más dólares que cualquier plancito Marshall para la reconstrucción de una republiqueta bananera del Caribe.
Jamás existirá una revolución donde la libertad de pensamiento y con ella la libertad de disentir del discurso oficial es asediada y anatematizada con adjetivos descalificativos tales como golpista, fascista, antidemocrática. La ecuación salta a la vista y se nos mete por los ojos: a mayor Estado menos individuo y en consecuencia menos libertad. Si el Estado decide por mí cuanto me corresponde de la renta petrolera y la nomenclatura estatalista es la dueña absoluta de ese Estado, ¿cómo puedo contribuir a borrar la línea que separa mi bienestar individual del enriquecimiento vulgar y reprochable de las élites proféticas encargadas de llevar a cabo la emancipación revolucionaria?
En múltiples ocasiones la vocinglería estruendosa y estridentista del Gran Hablador se estrella contra el muro inexpugnable de una realidad insoslayablemente terca y testaruda a la que es imposible recusar de ninguna forma. La pérdida acelerada y vertiginosa del inmenso capital político que le confirió el electorado al gran timonel de la nave estultísfera llamada “revolución bolivariana” se ha venido tornando cada vez más evanescente dejando entre el grueso de la población un regusto amargo de frustración indescriptible. En el decurso del último quinquenio Venezuela ha experimentado una oleada migratoria de profesionales y mano de obra técnica de altísima calificación científica que decidieron partir hacia otras latitudes y buscar horizontes más auspiciosos para el desarrollo de sus potencialidades creadoras y para el libre despliegue de sus talentos profesionales; pues en su propia patria todas la puertas les fueron clausuradas por un esperpento denominado “revolución bolivariana”. Porque lo que se quiere implantar compulsivamente en Venezuela es “hambre, miseria y represión”.