Opinión Nacional

Una nueva oportunidad

«La humanidad tendrá una nueva oportunidad en Marte»

Ray Bradbury

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Leo en la edición de ayer de La Tercera, de Santiago de Chile, una emocionante entrevista de Ray Bradbury acerca de la futuras misiones a Marte y la perspectiva real de asentamientos humanos que permitan crear una nueva cultura y una nueva civilización. «Debemos desprendernos de todos los conflictos, guerras y conductas perjudiciales, tal como ocurrió cuando se llegó desde Europa a América, dejando atrás las influencias negativas de ese entonces para crear una cultura propia» -recomienda quien nos ilusionara con sus crónicas marcianas hace más de medio siglo. Y abierto a la historia y al tiempo insiste en el paralelismo: colonizar Marte vuelve a situar a Occidente en el esfuerzo creativo – ¿o destructor?- del siglo XVI, cuando Cortés con un poco más de trescientos hombres realizara la histórica proeza de conquistar y dominar un reino infinitamente más poderoso y poblado que todos los que existían entonces en Europa.

«Cuando escribí Crónicas Marcianas yo estaba describiendo el impacto de la llegada de Hernán Cortés a México, era una metáfora de la destrucción ocurrida 400 a 500 años atrás. No creo que vayamos a hacer algo similar en Marte. Lo que yo buscaba era advertir a la gente que -sin importar dónde vamos- debemos comportarnos mejor que como lo hicieron Cortés o los primeros inmigrantes europeos con las tribus nativas de América». La comparación es, desde luego, estrictamente simbólica: México Tenochtitlán no era un descampado planetario, sino una ciudad imperial, dotada de una cultura extremadamente compleja que gobernaba un imperio recién estructurado, agresivo y pujante. Y lo que debe asombrar a Bradbury, gobernado por una elite político sacerdotal que se había dotado de unos conocimientos astronómicos muchísimo más desarrollados que los que podían llegar a conocer los hombres más cultos que estaban tras la hazaña cortesiana. No importa: la voluntad de asumir un posible empuje expansionista interplanetario -que ninguno de nosotros, nuestros hijos o nietos alcanzaremos a ver- con una voluntad renovadora conmueve en estos tiempos en que, junto a visiones que se hacen posible, seguimos arrastrando las miserias de un mundo atormentado por el hambre, la miseria, la violencia y la guerra.

Resuenan, pues, en las palabras de Ray Bradbury ecos de viejas utopías milenaristas como aquellas aprendidas por San Francisco en Joaquim de Flora, traídas en sus alforjas por los Doce de la Fama, esa docena de franciscanos llegados pocos años después del arribo de Cortés a la recién fundada capital de la Nueva España y que tanto han influido en la conformación del sustrato utopista que lastra a la cultura política latinoamericana desde su misma fundación. Pero más que el posible imaginario de tales utopías, que nos han pavimentado de buenas intenciones el infierno en que hoy ardemos, me impresiona el deseo de arrepentimiento y contrición que anuncian sus palabras. Como siempre que el hombre recibe una nueva oportunidad para corregir el peso de sus desastres, aparece la idea de enfrentar el futuro luego de un baño lustral, de una profunda autocrítica y de los buenos deseos de hacer, esta vez sí, las cosas como Dios manda: bien hechas. Así sea una ilusoria metáfora.

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En 1945, cinco años ante de la publicación de Crónicas marcianas, sobre las ruinas de una Europa arrasada por la más destructiva y terrible de las guerras vividas por el hombre en toda su historia, ese mismo sentimiento de reconstrucción se hizo carne en las elites políticas e intelectuales europeas. El gigantesco despliegue de la civilización y la cultura occidentales que hoy vivimos se asientan -así no lo percibamos- sobre esa vocación y esa voluntad de renacimiento. No material, ni siquiera primordialmente económica, sino espiritual. Desde la unidad política de Europa -luego de las más espantosas guerras fratricidas- hasta el Euro, símbolo de una unidad económica pujante y renovadora, el progreso que viven las naciones europeas encuentra sus cimientos en la rendición de cuentas con un pasado que culminara en la perversión del nazismo y el fascismo, Auschwitz y Treblinka.

No fue fácil: hubo que reconstruir en pocos años grandes ciudades y naciones enteras con recursos económicos relativamente escasos. Más que el Plan Marschall y el respaldo de la expansionista economía norteamericana de post guerra, el factor decisivo que permitió el llamado milagro alemán y la reconstrucción de Europa fue el espíritu de sacrificio, la laboriosidad y la tenacidad de pueblos que encontraron en la superación de sus miserias y la construcción de nuevas relaciones sociales el acicate para levantar la cabeza, mirar al futuro y hacerse al trabajo sin desmayo. En poquísimos años – un suspiro medido en la larga y añeja tradición europea -, Europa volvió a ser una inmensa potencia. Y así como Alemania, otras naciones como España se enfrentaron a sus fantasmas con el firme propósito de no reincidir en los viejos rencores y traumáticos enfrentamientos, iniciando una carrera verdaderamente prodigiosa hacia el progreso.

Quien haya vivido en la España de la agonía franquista y regrese hoy, treinta años después, a recorrer las calles y avenidas de sus pueblos milenarios no puede menos que asombrarse. No sólo por el gigantesco progreso material, que la ha convertido en una de las sociedades más prósperas y desarrolladas del mundo. Sino por la renovación espiritual que se respira hasta en sus más alejados rincones. Partidos que se odiaron ayer hasta el fratricidio conviven hoy en una democracia ejemplar. Y el fruto de ese esfuerzo por paz y convivencia se traduce en la prosperidad para todos sus hijos, incluidos los millones de emigrantes que conviven con ellos.

Lo mismo ha sucedido con Japón, con Corea del Sur, con Taiwán, con Singapur. Lo mismo con una China que avanza con pasos de gigante hacia el desarrollo. Lo mismo en nuestro continente con Chile, que luego de vivir el trauma del delirio y el castigo, la revolución y 17 años de dictadura, está a punto de formar parte del concierto de las naciones más desarrolladas del planeta.

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Sobran los ejemplos de pueblos que supieran aprovechar guerras, dictaduras y revoluciones inútiles y sangrientas convirtiéndolas en oportunidades históricas para un renacimiento. Hemos vivido los venezolanos, que hoy estamos en la sima de una de esas crisis, la paradoja de haber sido orientación y guía para los casos de Chile y España que recibieron, en su momento más difícil, nuestro consejo político y nuestro respaldo material para el reencuentro, la reconciliación y el relanzamiento.

Hoy, y guardando las distancias, Venezuela se encuentra en la posición en que estuvieran Chile en 1973 y España en 1975: sumida en el caos y la desesperanza. Ni siquiera en la situación en que nos halláramos nosotros mismos en 1958, pues si entonces salíamos de una dictadura, ésta no nos entregaba un país hecho jirones sino una sociedad pujante, enriquecida por la savia culta y disciplinada que nos llegaba de España, de Italia, de Portugal. Hoy en cambio, reinan el desconcierto y la ira, la indignación y el caos, la miseria y el abuso, la violencia y la desesperación.

Y sin embargo, en el palpitante deseo de mantener en alto la dignidad de un pueblo libertario y valiente ya late el deseo de aprovechar el traspiés para enfrentar el futuro como una maravillosa oportunidad para el relanzamiento, la reconstrucción, la conquista. Mientras más capaces seamos de superar los lastres del pasado, los fantasmas que nos atan a las tinieblas de nuestra cultura y que se hicieran fuertes a punta de violencia, de trampas, de maña y nuestros peores y más denigrantes vicios, mayores serán nuestras oportunidades de mirar hacia el futuro.

Precisamente no volver caras, como quisiera una propaganda falaz y engañosa, estúpida e inmoral. Mirar al futuro. Esa es nuestra tarea, esa nuestra obligación. Debemos sacudirnos los harapos de esta pesadilla siniestra que ha dejado al descubierto el cáncer espiritual y material que nos aqueja y habíamos solapado entre los pliegues de una historia que no supo aprovechar a fondo la oportunidad que se nos abriera en 1958. Aplastar esta farsa, desterrar al farsante y terminar de una vez por todas con las lacras que nos anclan al pasado: esa es la obligación del momento. Convertir el amargo presente en oportunidad de futuro. Pensar en grande, diseñar una nueva nación y hacernos a la tarea con abnegación y tenacidad. No es Marte en 100 años. Es Venezuela, hoy. Manos a la obra.

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