¿Cuál soberanía?
El caso de Rodrigo Granda metió a Hugo Chávez en un mar de contradicciones que no se calmará invocando el nacionalismo decimonónico al que apela el Presidente de la República. ¿Qué hacia Granda con cédula de identidad venezolana (que le sirvió para votar por el NO en el referendo revocatorio) paseándose por todo el país, yendo a los congresos ideológicos del MVR y asistiendo a la UCV acompañado de conocidos dirigentes y dirigentas del partido oficialista? Esta son preguntas letales para las que Chávez, Jesse Chacón y el resto del séquito presidencial tan sólo atinan a dar respuestas balbuceantes, que no engañan sino a aquellos que quieren dejarse seducir por las pamplinas de los representantes gubernamentales. ¿Para qué el Gobierno gasta centenas de miles de millones de bolívares en seguridad, si ni siquiera es capaz de detectar que un destacado líder guerrillero -investido por Manuel Marulanda, alías Tirofijo, con la autoridad de “Canciller” de las FARC- se pasea como Juancito el Caminador por la geografía nacional?
El drama de Chávez es que pretende mantener una relación vergonzante con las FARC, el movimiento narcoguerrillero más antiguo de América Latina. Desde que salió de Yare, y luego de haber estado en la Universidad de la Habana disfrutando de las olas del mar de la felicidad, el comandante establece relaciones con los máximos dirigentes de la subversión colombiana. Alberto Garrido documenta muy bien esta fase en sus libros. Luego de asumir la Presidencia de la República, y visto el éxito de la ofensiva del Gobierno de Andrés Pastrana para que la ONU declare a las FARC como movimiento terrorista, a Chávez no le queda más camino que replegarse y disimular sus simpatías por sus hermanos bolivarianos del otro lado de la frontera. Oculta sus propósitos de formar junto a los insurgentes neogranadinos y a otros movimientos nacionalistas y antiimperialistas del continente, un gran frente opositor a los Estados Unidos. Los asesinatos cada vez más viles de esos rebeldes, la condena internacional y, después, los triunfos de Álvaro Uribe en su lucha implacable por acabar con esos criminales inducen el viraje del hombre de Barinas. Sin embargo, donde ha habido fuego cenizas quedan. A pesar de las declaraciones que da Chávez en la última reunión en Cartagena de Indias acompañado del primer mandatario neogranadino (donde condena de forma categórica a las FARC), su identificación profunda y esencial con los alzados en armas se evidencia cada vez que se presenta la menor oportunidad. Una fue colocarle una alfombra roja a quien hasta hace poco fungía como “ministro de relaciones exteriores” de las tropas de Tiro Fijo.
El nivel de conocimiento que posee el Gobierno de Uribe sobre la complicidad de Chávez con la guerrilla hizo que éste saliera despavorido cuando el mandatario colombiano, para aclarar las confusiones, le propuso ir a un careo en un foro internacional. El que la debe la teme. Hay un detalle muy revelador de cuáles son las prioridades de Chávez en su combate a la guerrilla y dónde residen sus verdaderas querencias. A Rodrigo Granda lo capturan en Caracas el 13 de diciembre, y sólo es casi un mes después cuando el Gobierno venezolano reacciona, luego de que las FARC se quejan con amargura de que sus panas venezolanos no habían actuado con la eficacia y solidaridad que la presencia del dirigente guerrillero en suelo patrio demandaba. Son los jefes insurrectos los que empujan a los funcionarios venezolanos a definirse. Nada le habría gustado más al jefe del MVR que el incidente pasase por debajo de la mesa; habría mantenido su imagen internacional a distancia de los rebeldes. Pero éstos hicieron estallar el petardo en sus manos, por eso tuvo que apelar al comodín de la “soberanía nacional” violada.
El respeto al derecho internacional y a la soberanía nacional, en lo que el Gobierno insiste, no constituye el punto fundamental de este episodio. Tal argumento podría ser el epicentro del debate si se estuviese en presencia de dos Gobiernos democráticos que de forma pareja combaten la subversión guerrillera y el terrorismo. Por ejemplo, entre España y Francia se respetan todas las formas legales, pues las autoridades de ambas naciones se han mancomunado para perseguir los criminales de ETA. Esta debería ser la conducta de dos naciones con fronteras comunes e intereses similares, como Venezuela y Colombia. Sin embargo, no es así. Álvaro Uribe le decretó la guerra a muerte a las FARC y al ELN (también a las Autodefensas). Para ello se apoya en los recursos que le brinda Estado Unidos a través del Plan Colombia. Hugo Chávez, al contrario, mantiene una pelea pintoresca con Bush, se deja “engañar” por gamberros como Granda, se alía con Fidel Castro, coquetea con Evo Morales y los piqueteros argentinos, financia el Foro de Porto Alegre y encuentros en los que reúne a todos los izquierdistas del mundo, con el afán de revivir los viejos laureles de la Tricontinental, que en su momento nace bajo los auspicios de La Habana. El Presidente venezolano aspira a ser el sucesor de Fidel y la reencarnación del Che. Entonces, ¿por qué espera que confíe en él el jefe de un Estado democrático que le ha decretado la guerra sin cuartel a una banda de forajidos que pensaron que su “Canciller” estaba a buen recaudo en territorio venezolano? Si Chávez espera que se respete nuestra soberanía tiene que contribuir a resguardar la seguridad de Colombia, que pasa por acabar con los guerrilleros, allí donde estén. Ya lo dijo Otaiza: el Estado no se paraliza por detalles formales.