Opinión Nacional

El extravío agrario

Persiste la injusticia social en el campo venezolano, luego de seis años de demagogia oficialista. Empero, se evidencia el extravío y la improvisación del oficialismo para afrontar el problema, con los decretos regionales de Cojedes y Miranda.

El remedio luce peor que la enfermedad, pues, lejos de atacar eficazmente el fenómeno, lo agravan, ya que guarda estrecha relación con los otros intereses del régimen que no pasan, precisamente, por hacer justicia. Esencialmente, el de mantener viva una conflictividad que le permita al poder establecido ensancharse, amedrentando a sus adversarios. Ha probado el artificio en otros ámbitos y ocasiones, por lo que la improvisación de las medidas responde a una íntima convicción: la necesidad de ahondar, bajo cualquier pretexto, el discurso de disociación, bajo la “sospecha general” de la que habló el transeúnte del INCE que hoy está al frente de la entidad sucesora del IAN.

Los socialcristianos hemos trabajado la materia y, muy pronto, las autoridades públicas dispondrán de los aportes concretos a los que arribó un equipo encabezado por Asdrúbal Rincones y Alejandro Rodulfo, bajo la asesoría de Román Duque Corredor y Miguel Hernández Ocanto. Amén de la propuesta de desarrollo rural municipalizado, está el plan de desarrollo sustentable, fundado en las zonas de afectación de la gran propiedad, la de la consolidación de la pequeña y mediana propiedad, así como la de los nuevos productores, a objeto de regularizar la tenencia, ampliar los cultivos, acceder a los servicios financieros y tecnológico, incluida la idea de un fideicomiso de tierras.

Preocupa, por añadidura, las condiciones que nos afincan cada vez como un país monoproductor. Detrás de los discursos, del cambio de uniforme de los militares, de los viajes a Rusia o a China, del gadhafiano premio de derechos humanos, de la cotorra televisiva y radial, de las leyes aprobadas o en curso, está el drama de los venezolanos. Solventarlo no significa meterle más leña al fuego, sino –precisamente- apagarlo. Nadie, en su sano juicio, puede estar de acuerdo con el latifundio, pero –por favor- resuélvanlo como debe ser.

POLÍTICO DE NACION

“Rómulo Betancourt, político de nación” de Manuel Caballero (Alfadil-Fondo de Cultura Económica, Caracas, 2004), es la última y minuciosa recomposición que ha hecho el autor sobre las vicisitudes de un líder que, independientemente de las opiniones que suscite, parece no tener la equivalencia necesaria en la Venezuela contemporánea. Una actualización de gruesos trazos que recoge las circunstancias pormenorizadas en anteriores ocasiones, reclamando una biografía intelectual o personalizada (67 ss.).

21 capítulos que, en práctica, llegan a 25, incluyendo la introducción, conclusiones y comentarios a las fuentes, así como el propio criterio de selección bibliográfica que el punto de letra detiene en 458 páginas. Reflexiones que pueden leerse independientemente, afianzadas por datos verificables y eruditos, que le permiten al historiador corregir con humildad sus errores, como el observado en “La pasión de comprender” de 1983 (132, 136) y reconocer criterios ya superados, como los consignados en su “Rómulo Betancourt” de 1977 (443, 446). Reconoce aportes como los realizados por Alejandro Gómez (122, 134), Naudy Suárez (135), Margarita López Maya 385) y Alberto Müller Rojas (398), logrando un balance crítico en torno a los de Robert Alexander y Simón Sáez Mérida (443 ss.). En la relación final de las obras trabajadas no figuran Oscar Battaglini, Jorge Valero, Luis Ricardo Dávila o los títulos más conocidos de Alfredo Angulo Rivas, ni siquiera la primigenia biografía de Caballero sobre el guatirense, enterados tácitamente de la valoración que pueda merecerles. Hay un manejo envidiable de las fuentes asentadas con minuciosidad, como la entrevista realizada a uno de los actores políticos en 1966 (198), o la revisada por otro en 1995 (340), que punzan la inquietud sobre las actuales condiciones del Archivo Histórico de Miraflores y del destino mismo de la biblioteca de Caballero, imaginamos exuberante de apuntes del oficio.

La obra da por entendido un conocimiento medio de la historia venezolana, ausente una detallada y continua sucesión de hechos, como el viaje de Betancourt y Leoni a Washington para conversar con Diógenes Escalante, en 1945. Introduce el bisturí en la conspiración de Alexis Perdomo Camejo (227 ss.), sin que precise los peligros sugeridos por Rodolfo Cárdenas en torno a la publicación de una tardía misiva aclaratoria del sargento (245), al igual que en otras confusiones epistolares, como aquella celebérrima propuesta de destruir a la institución armada (274 s., 394), o la que no llegó a Rafael Caldera (303), siendo infaltables aquellas frases descontextualizadas sobre el “disparar primero y averiguar después” (308, 320).

Entre la crónica y el ensayo, los argumentos lucen eficaces, por sencillos y sensatos, permitiéndose útiles y rápidas comparaciones, como la del Pan de Barranquilla y el decimonónico programa de Santomas (103). Está inspirado en Bernard Crick y su “Defensa de la política”, siendo ineludibles Isaac Deutscher y Nicolás Maquiavelo. Se nota la distancia con su “Gómez, el tirano liberal” de 1993, donde la historia pisó los terrenos de la politología, pero hay expresiones que pueden calzar una jerarquía para el análisis, por ejemplo, las propuestas lanzadas en busca de audiencia o “botella al mar” (105), el doble discurso que –suponemos- implica el temor o “marranismo ideológico” (141) la condición de lo “nunca visto” (143), y la vigencia de la memoria colectiva o “se recuerda” (145).

Obligada alusión es la de la temprana formación intelectual, la literatura y el enrevesado lenguaje betancourianos, adjetivador (56), barroco (91), y, más tarde, capaz de apropiarse del trotskista para entablar la polémica con los adversarios (108). No apunta a la que creemos una elaboración acertada sobre el proceso de descubrimiento y ensamblaje de los criterios políticos, por entonces, como “Del garibaldismo estudiantil a la izquierda criolla” de 1981, rubricada por Arturo Sosa y Eloi Lengrand, experimentando con una vieja lectura de Jean Padioleau sobre la formación del pensamiento político que, estimamos, cerró la posibilidad de afincarse más en la razonabilidad social y teórica de las ideas.

Subraya y latiguea con la prodigiosa memoria de Betancourt (433), cuyas energías intelectuales permiten esbozar un proyecto de mediano y largo plazo (113), más allá del prestigio alcanzado con la pluma (188), clave contrastante con los extravíos de la dirigencia actual reacia a meditar o, en todo caso, empeñada en delegar una tarea tan inherente al ejercicio político. Problemas como el petróleo, encuentran cabida en la precoz inquietud creadora del dirigente, capaz de madurarlo convincentemente (372, 374), lejos de contentarse con los catálogos en boga, como quizá hoy ocurre con los aprendices de la política.

Nuevamente, el protagonismo es del partido que fundó definitivamente en 1941, en nada parecido al de hoy (366 ss.), que tiene por bocanada inaugural y ya distante la única generación que puede tomarse como tal, la de 1928, inaugurando otra forma de hacer política en Venezuela (69, 74), y se adentra en la interesante relación de Betancourt con Jóvito Villalba (146, 359), revelado un Uslar Pietri como rompehuelgas (80). El guatirense es hombre-organización (117), que utiliza una técnica leninista (357, 422, 424), centrado en la dirigencia de confianza (185), y, por ello, como en octubre de 1945, Caballero intenta llenar el crucigrama sobre la identidad e importancia del CEN, de la dirección o del comando.

Otro elemento de interés, reside en las Fuerzas Armadas, sobre todo, en su segundo gobierno, cuando trató de “atraerse fidelidades en la forma menos indecorosa posible” (397), aunque –a guisa de ilustración- autores como Manuel Bravo advierten una relación repugnante (“Tierra Firme”, nr. 43 de julio-septiembre de 1993). En todo caso, el tema merece mayor atención e, incluso, comparación con el tipo de relación que ha establecido actualmente el presidente Chávez.

La reforma y la revolución comparten escena (104, 225 ss., 251 ss., 426), siendo un imperativo la nacionalización de la democracia (143). Tesis central, se trata de un político de nación (418 ss.), a lo mejor involuntariamente contrapuesto al “reaccionario de nación” que no logra encarnar cabalmente Emilio Arévalo Cedeño (88, 90), pues tiene mejores competidores. Surgimiento y crecimiento de una noción que gana terreno al intenso discurso antipartidista de las dictaduras, fenómeno no exclusivo de la más reciente época, en consecuencia.

La adopción de medidas impopulares (326), o la implementación de una política que se hará nacional del petróleo (375, 427), son facetas contradictorias de una voluntad de poder que también tiene afanes pedagógicos, pues, como lo recordó Caballero en 1977 o en 2000 con “La gestación de Hugo Chávez”, vale la reiteración de los viajes de Estado en los que el presidente Betancourt sufragaba los gastos de su esposa (337, 409). En éste sentido, cualquier coincidencia con la situación actual sería … asombrosa.

El autor incluye a Betancourt en el quinteto de los “más grandes hombres de la historia venezolana” (417), advirtiendo la realización y agotamiento –mas no el fracaso- de su proyecto (431 s.). Además, reencontrándonos con otras versiones similares, el venezolano sirvió de modelo de transición a la España inmediatamente postfranquista (420), por lo que no logramos entender la devoción que algunos experimentan ante el altar de un cambio, como el ibérico, ignorando lo que tuvo de nuestro.

Betancourt fue una figura detestada o, al menos, antipática, en nuestros hogares. A la bibliotecaria del liceo le sorprendió el interés despertado por “Venezuela: política y petróleo” en el muchacho al que, más de las veces, costaba cabalgar sus párrafos. De nuevo, insurgía misterioso el personaje, tras la disertación de Naudy Suárez en el primer curso de formación que hicimos, por mayo de 1976, en el viejo IFEDEC. Vendría la adquisición de la revista “Resumen” con la conocida y extensa entrevista, así como la biografía de Caballero de 1977 o el libro de Sosa-Lengrand de 1981. Hasta un grupo de jóvenes democristianos nos acercamos al féretro del guatirense. Pasará más de una década para conseguir del Centro Editor de América Latina, en el remate debajo del puente de las Fuerzas Armadas.

Y es que, cualesquiera de las perspectivas que se asomen y de las sentencias que produzcamos, entendemos a Betancourt como una referencia insoslayable. Imitarla, y mal, en lugar de superarla, innovándola, es el objetivo distraído de algunos que, por si fuera poco, saben de las mieles del poder.

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