El síndrome Pacheco
EN VENEZUELA ocurre una duda. A decir verdad, sólo tres de cada diez ciudadanos en capacidad de hacerlo, ejercieron su derecho a votar. La vida política se marcó ese siete de agosto de una serie de interrogantes que definirán, por lo menos hasta diciembre, el camino político del país. Y es que para nadie es fácil saber y decidir sobre la ruta que debemos escoger política y electoralmente. Varios problemas se abren en ese sentido.
El primero es dramático y es que para los venezolanos votar ha sido sinónimo de democracia. Que es obligatorio no por miedo legal sino por convicción. Por un gusto y amor especial a participar protagónicamente de una «realidad nuestra» que nos convocaba y obligaba espiritualmente, en carne propia. Es, era, una razón de ser. El siete de agosto ocurrió una distancia, un estado de la existencia de lo colectivo que descifró la desazón y el desapego. Un drama de la libertad que se expresó en abstención.
El segundo es pragmático. Está relacionado con el análisis que adelantan los partidos políticos, o las virutas que quedan de ellos, sobre la situación actual. Aquí como siempre, y como es natural, hay más pragmatismo que otra cosa. «Bueno, ¿y ahora qué vamos a hacer?». «¿A quiénes inscribimos en las planchas?». «¿Vamos a una alianza?». «Es preferible estorbar que desaparecer en la Asamblea Nacional». Y ni siquiera eso está claro para los partidos políticos, porque vivimos en una forma atípica de democracia que los manuales no leen. Las fórmulas se han caído. La estrategia para una alianza electoral no es evidente y ni siquiera clara. Es pues una duda pragmática.
El gobierno no duda pero está confundido. Lucha contra el imperio. Se han puesto en evidencia, y cómo, las cicatrices no curadas de sus alianzas coyunturales del pasado. Pleito más que confrontación es lo que uno mira tras las ventanas del poder. Confía en la capacidad de convocatoria y curación del líder pero hoy la herida está abierta y las ambiciones desbordadas. Y cuando digo ambición lo hago en el sentido noble del término. Es decir, ha perdido romanticismo y ganado en el sentido clientelista de hacer política.
La abstención es una opción. No clara. Que da miedo como un abismo. Pero está allí, no porque lo digamos nosotros, sino porque así ocurrió. El dilema que se plantea es qué ganamos con la abstención y qué podemos perder con ella. Se han oído varias voces. Los que dicen que abstenerse es darle un golpe democrático a la acción del gobierno. Los otros que opinan que no ir a votar es crear un vacío de poder, vacío lleno de contenido democrático, al dejar solo al gobierno y suprimirle legitimidad interna e internacional. Que el camino de la abstención es una calle ciega. Que sería una forma electoral y democrática de expresar el malestar colectivo frente a la dirigencia del país incluyendo, por supuesto, al Consejo Nacional Electoral. Voz dispersa. Bulla.
Todos estos elementos y más estarán en la calle, en el diálogo colectivo. Llenarán y agobiarán nuestra vitalidad por lo menos hasta diciembre. Pero es imprescindible pensar rápido y en profundo sobre lo que el destino nos puede deparar, porque lo que está en juego es el país, es decir, todos y cada uno de nosotros. Diciembre ya está aquí. Llegó Pacheco.