Opinión Nacional

Dentro de la revolución todo, fuera de ella nada

Mientras el Marxismo se mantiene en el plano de la reflexión científica y discute conceptos de la teoría del valor como la plusvalía o el trabajo socialmente necesario, todo va bien. Es un planteamiento intelectual que se mantiene en el terreno de las ideas. Se puede discutir, estar de acuerdo o no, cotejar dichos conceptos con lo que decían los otros clásicos como Adam Smith o David Ricardo. En fin, los conceptos son útiles y se pueden incorporar a la explicación del mundo. De igual forma pueden ser mejorados, pero lo más importante a resaltar es que pueden ser discutidos por todos los seres humanos libremente, sin ningún tipo de dogma.

Pero donde Marx bota la pelota es cuando empieza a inventar conceptos combativos como la lucha de clases. Cuando dice que al mundo no hay que comprenderlo sino transformarlo. Aquí sí que boto al niño con el agua de la bañera, porque alguien tiene que liderar ese combate, como bien nos lo señaló Lenin con sus bolcheviques. Alguien tiene que asumirse defensor de la clase obrera y ese alguien es el liderazgo revolucionario. Y está claro que para los revolucionarios el que discrepe es contrarrevolucionario, o en el mejor de los casos está alienado. Y así el amigo Marx le dio a un grupo de seres humanos, los líderes revolucionarios, la patente de corso para defender a las clases desposeídas, mientras convirtió al resto de los mortales en reaccionarios y defensores de las clases dominantes. Por eso no hay cabida para la democracia participativa, queda sólo lo de protagónica y con un protagonista claro.

Esto explica porque los revolucionarios son tan sordos ante las ideas que vienen de afuera, “Dentro de la revolución todo, fuera de ella nada”. Y así se descarta cualquier idea de alguien que haya sido catalogado previamente como reaccionario o defensor del poder constituido. Lo peor es que las medidas que ellos adoptan pueden ser más capitalistas que lo que se le ocurriría al mejor funcionario del FMI, pero no importa mientras venga de adentro, al final la lucha de clases siempre es dialéctica y hay que entender que se den pasos atrás para afirmarse y avanzar con mayor fuerza hacia adelante.

Así se puede perfectamente atacar a los privatizadores que querían regalar el país a las grandes potencias, mientras se invita a las transnacionales a explotar la Plataforma Deltana o la Faja del Orinoco. Se puede decir que el hierro es nuestro y su explotación se reserva al estado, mientras se otorgan concesiones a transnacionales para explotar el oro guayanés. Se puede decir que se detuvo la privatización de regalo que tenían con Cadafe y Enelven, mientras se otorgan jugosos contratos garantizados a generadores eléctricos extranjeros.

Todo está permitido mientras se le ocurra al liderazgo revolucionario. Si hay que decir que no somos comunistas sino bolivarianos y cristianos, todo va bien, lo mismo dijo hábilmente Fidel hace cuarenta y seis años.

Gracias a la lucha de clases el marxismo se convierte en una doctrina embrutecedora, hecha para gente obediente que repita bien lo que se le ocurra al jefe y como toda idea embrutecedora está condenada al fracaso.

Cuesta entender la mala hora en la que se le ocurrió a Marx escribir el manifiesto comunista e inventar la lucha de clases. Especialmente a él, que fue más intelectual que defensor de los desposeídos y siempre despreció al lumpen proletario, que se convierte en el leiv motiv de la revolución. Pero ese día acabó con las posibilidades de éxito del comunismo como idea, lo redujo a una doctrina sectaria y cerrada que solo llevaría al atraso y envilecimiento de la humanidad, como la historia ha demostrado con holgura.

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