Opinión Nacional

Alquimia política

Alguien o en alguna parte ha de encontrarse el monopolio de la violencia física, pero reconozcamos que el Estado no puede ejercerlo en relación a las ideas, frecuentemente más peligroso que el uso de la pólvora. Naturalmente, quienes lo dirigen dan una versión de sí y de los demás, adquiriendo un inmenso e intangible poder, necesario de compensar con las otras versiones en una competencia deseablemente democrática para –en definitiva- dirimir los conflictos.

Recientemente ascendido a teniente coronel, Carlos Delgado Chalbaud despachó los asuntos del ministerio a su cargo, el de Defensa, en la modesta habitación del Hospital Militar, donde se recuperaba de las fracturas sufridas por un accidente de equitación. Apenas descansó dos días, según refiere el reportero de “Ultimas Noticias” que celebró la ocasión, pues, “hay periodistas con suerte y eso fuimos nosotros” (edición del 20/08/46, Nr. 2061). No obstante, el de “El Nacional” lo visita, consigna que el paciente lee un libro en francés sobre la resistencia heroica ante los alemanes, arrancándole -competitivamente- una declaración significativa: “Yo no creo que –desde Cipriano Castro por lo menos- haya habido en efecto en nuestro país dictaduras militares. El hecho de que Juan Vicente Gómez haya sido militar nada justifica. Gómez no gobernó en nombre de una casta puramente militar. Bachiller, barbero o general, Juan Vicente Gómez hubiera sido Juan Vicente Gómez” (22/08/46, Nr. 1094).

El hijo de La Mulera dominó por veintisiete años a Venezuela mediante la crudeza de las armas, dificultando que lo hubiese hecho con los libros o con el peine y las tijeras. Obviamente, encaminado a presidir los destinos del país, breve y mortalmente, Delgado Chalbaud se quejó de la inexistencia de una declaratoria formal como la hizo Pérez Jiménez, en menos de diez años, al pretender que su gobierno era la expresión consumada de las Fuerzas Armadas Nacionales.

La reedición corregida y aumentada del pasado próximo, parece una constante en el curso activo del poder, confundiendo los matices y deslices de un tiempo que igualmente acobija a sus más críticos aliados, adversarios o enemigos. No se trata de una tesis lanzada para la investigación académica y el debate público, porque alcanza la caprichosa dignidad de una consigna que atropella al resto de la sociedad cuando –decidida y calculadamente- abona los caminos del autoritarismo.

Preocupación permanente, creyéndola una circunstancia adicional en lo que será un largo y tortuoso septenio, el régimen actualmente prevaleciente en Venezuela constituye una apretada síntesis de todas las versiones que ha dado y se ha dado el poder en doscientos años de vida republicana, cuando reescribe sus orígenes y festeja su vigencia, pero el mayor peligro reside en la posibilidad de que el gobierno que probablemente lo sustituya, a mediano plazo, también reescriba o reedite los acontecimientos que hemos padecido, desmoronando la otra experiencia democrática que decimos merecer. Y no se trata de hallar, en la dirección del Estado, a los nuevos iluminados, cuya pureza providencial –es necesario consignarlo- motiva una angustiosa búsqueda por ciertos y desesperados sectores de la oposición que ahora dicen tener la piedra filosofal en sus manos.

Dibujar una situación futura, en la que sea posible el contrapunteo libre y abierto de las ideas, tolerando y aceptando las diferentes perspectivas que hacen a la verdad, desde y fuera del poder, significa renunciar a la alquimia, disciplina precursora que también supo de modalidades como la árabe, la hindú y la china hasta que algunos dijeron iluminarla con el mercurio o cinabrio, clave de toda transformación. Tentación ésta que se combate haciendo más democrática a la oposición que dice serlo, rompiendo el monopolio de la reflexión sobre lo que ocurre y ocurrirá, dándole cabida a un debate cuya costumbre es la mejor garantía frente al incontaminado olimpo de los líderes que decretaron serlo.

II.- Aprender de nuevo

Hay un orden democrático y, en consecuencia, es posible coexistir gracias a las leyes adecuadas y justas. Tal sentencia, quizá de aliento escolar, se adecua a las circunstancias de las grandes metrópolis venezolanas síntesis dramática de una anarquía deplorable.

Urgimos de un nuevo aprendiza de convivencia social y cotidiana para sobrevivir al desorden inducido desde el poder, clave de un discurso demagógico que depende y se explica por el fenómeno que los especialistas llaman la “anomia”. Al fracaso de algunas agencias de socialización, como el metro que ya no insiste en la modalidad de transitarlo siquiera con el debido respecto y paciencia con el otro y los otros, o las bibliotecas públicas que aún no logran acunar en ellas el silencio, como su natural domicilio, se suma la tradicional indiferencia o inexistencia, incluso, de agentes policiales que, pronta y hasta cortésmente, diriman cualesquiera de los asuntos, roces y conflictos no necesariamente delictivos, propios de las ciudades requeridas de su presencia, vocación, orientación y buenas intenciones.

Breve digresión, hay miles de policías motorizados en las calles, circulándola olímpica y groseramente como si tuvieran sendas patentes de corzo. Empero, el asunto no estriba en el propio irrespeto a las leyes de tránsito terrestre que testimonian con una prepotente mirada, sino en el único interés que muestran por humillar y reprimir a los más humildes, cuando no de perfeccionar, y es nuestra convicción, las redes de inteligencia en las que se ha empeñado el régimen: en consecuencia, tantos agentes en la calle que no atemorizan a los hampones dueños de ella, nos lleva a concluir que la única vigilancia y preocupación que tiene el régimen es de carácter político.

Las ordenanzas constituyen un mero saludo a la bandera, resumiendo las incumplidas intenciones programáticas de sus redactores, mientras que cada quien trata de sobrevivir en la cotidiana lucha de los más fuertes de la urbe. El proceso de desocialización, intolerancia, irrespeto, viveza y atropello, cuenta con mejores agentes que la escuela y la familia.

III.- Nepotismo

La tentación nepótica sigue presente en Venezuela, pues no hay familiares e, incluso, cercanos amigos, que no deseen aproximarse y aventajarse en las lides del poder. Posiblemente, de publicarse las nóminas de toda la administración pública, por ejemplo en internet, descubriremos un complejo enlace familiar de cargos sincerados por uno o dos apellidos que los monopolizan por ramas.

Obviamente, las relaciones de afinidad y de consaguinidad no pueden obstaculizar la realización del talento por una circunstancia familiar, pero las expresas disposiciones legales en la materia apuntan a una prudente configuración de las instituciones públicas para que sus titulares no las conviertan en un circuito o coto familiar. Quizá, contrapuesto al discurso en boga, podríamos descubrir un interesante enjambre heráldico en los despachos del Ejecutivo, del Legislativo u otros órganos del Poder Público, resistente a todo concurso que se haga para ocupar los cargos. Sin embargo, llama la atención cierta legitimación alcanzada por lo que respecta a los cargos de pública elección.

En efecto, hemos sabido de alcaldes salientes que desesperan por la sucesión y frecuentemente eligen a su cónyuge, frente a los dirigentes del movimiento político, partido u organización que los ha impulsado, alcanzando algunos el éxito de tan pacífico y comprensivo reemplazo. O del gobernador que se esmera en hacer diputado a su hijo, colocarlo a presidir la corporación parlamentaria regional y, como el príncipe de Gales o de Asturias, augurarle una segura sucesión, como acontece en Lara, previniendo al popular alcalde oficialista de la ciudad capital, Henry Falcón.

La práctica política misma es la que está tiñéndose paulatinamente de un forzado nepotismo, peligrosamente justificada por quienes –incluso- no desean perder un trozo de poder que el clientelismo asegura. Parece una obviedad cuando de despotismo se trata, aunque a Juan Vicente Gómez pronto lo desencantó Vicentico, pero no al decirse democracia, reclamada y proclamada con envidiable fuerza a pesar de las evidencias contrarias.

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