Opinión Nacional

Tiempos decisivos

A Alfredo Coronil
“Aquellos que exigen decisiones “existenciales”
se las ingenian siempre para vivir en tiempos decisivos”.
Mark Lilla, Pensadores Temerarios

Vivimos tiempos decisivos. Una vez más, Venezuela tropieza con un profundo conflicto de identidad y desorientada no sabe qué rumbo tomar. Si dar un salto adelante y enfrentar el futuro, concentrando los esfuerzos de sus mejores hijos, o recaer en la regresión y revivir tenebrosas etapas aparentemente ultrapasadas.

Esta angustia existencial que aqueja hoy a nuestros mejores espíritus no es inédita. Confundió hasta el estremecimiento a los mejores intelectos de la generación del 28, quebrantada por la vivencia de una larga postración política, como la que se viviera desde los tiempos de la revolución restauradora a fines del siglo XIX y se extendiera hasta la muerte del tirano Juan Vicente Gómez, en 1935, retrasando hasta entonces el amanecer del siglo XX en esa Venezuela rural y retrasada que despertaba azorada a la modernidad.

Alberto Adriani, Mariano Picón Salas, Isaac Pardo y sobre todo Mario Briceño Iragorry, entre muchos otros, la vivieron en profundidad. ¿Cómo olvidar estas reveladoras palabras del gran pensador trujillano escritas quince años después de la muerte de Gómez, sobre el cenit de un siglo que golpeara a nuestras puertas con tanto retraso?

“Nuestro país es la simple superposición cronológica de procesos tribales que no llegaron a obtener la densidad social requerida para el ascenso a nación. Pequeñas Venezuelas que explicarían nuestra tremenda crisis de pueblo. Sobre esta crisis se justifican todas las demás y se explica la mentalidad anárquica que a través de todos los gobiernos ha dado una característica de prueba y de novedad al progreso de la nación. Por ello a diario nos dolemos de ver cómo el país no ha podido realizar nada continuo. En los distintos órdenes del progreso no hemos sino sustituido un fracaso por otro fracaso.”

Este Mensaje sin destino fue escrito en 1950, a dos años del golpe de Estado militar – uno más en nuestra interminable serie de cuartelazos, asonadas, guerrillas, motines, montoneras y golpes de Estado que jalonan nuestra precaria historia institucional – que le arrebatara el gobierno legítimo a Rómulo Gallegos y condenara al fracaso la primera revolución modernizadora que, de la mano de Rómulo Betancourt, el gran estadista del siglo XX venezolano, intentara abrirse paso de manera balbuceante y torpe por entre los restos de gomecismo. Ya entonces se había convertido en lugar común sostener que Venezuela tropezaba cada cuarenta o cincuenta años con pantanosos abismos, de los que emergía desgarrada y con las manos vacías, como lo señalara exactamente un siglo antes nuestro gran precursor de modernidades Cecilio Acosta, para quien “las convulsiones intestinas han dado sacrificios, pero no mejoras; lágrimas, pero no cosechas. Han sido siempre un extravío para volver al mismo punto, con un desengaño de más, con un tesoro de menos”. Doloroso balance de cincuenta años de fracasos y acertado presagio de un siglo y medio de reiterados extravíos.

Estas amargas palabras las escribe el esclarecido mirandino en 1856, recién extinguidas las llamas con las que el desatino y la locura de Ezequiel Zamora y los federalistas arrasaran los pocos restos de civilidad que la sangrienta guerra civil independentista dejara en pie. Sumó otros cien mil cadáveres a los doscientos cincuenta mil que nos costaran las turbulencias generadas por la guerra de Independencia, acabó con los restos de la aristocracia criolla que cargara con gran parte del peso por la emancipación – a la cabeza de la cual Bolívar y Sucre – y dejó al país devastado y en ruinas para el primer siglo perdido de nuestra historia. Del inicio de esa cataclísmica conflagración, que hiciera tierra arrasada de tres siglos de cultura y civilización, habían transcurrido exactamente 38 años. Giro histórico que levantaría las bases para los intentos federalistas y liberales de la mano de Guzmán Blanco que irían a dar finalmente a los pies de Cipriano Castro, el Cabito.

No es nuestro país tributario exclusivo de aquella verdad que condena a los pueblos a repetir los desastres del pasado si insiste en olvidarlos. Pero la amnesia nacional no deja de ser proverbial. Empinándose por sobre los desatinos de su propio pasado, los mejores hombres de la cosecha del 28 lograron la hazaña de ponerse de acuerdo, sellar un compromiso de paz y construir los cuarenta años más fructíferos de nuestra historia. Repitieron el diapasón de nuestras crisis: desde el 23 de enero de 1958 – cuando cae la última de nuestras dictaduras – hasta el 6 de febrero de 1998 – cuando se inicia la caída, decadencia y ruina de la democracia fundada entonces – transcurrieron exactamente otros cuarenta años de civilismo, paz social y prosperidad. No supimos administrar nuestras bonanzas y sembramos todos los vientos imaginables. Henos aquí hundidos nuevamente y hasta el cuello en otra de nuestras cíclicas catástrofes.

Si todas las crisis anteriores afectaron la esencia de nuestra nacionalidad y se saldaron con una cruenta auto mutilación, ninguna puso en cuestión la identidad de la nación misma, como la que hoy sufrimos. Pues todas las anteriores tuvieron lugar, y permítaseme la enrevesada expresión, en la inmanencia de nuestras determinaciones existenciales. Fueron crisis fomentadas por la ambición caudillesca de individualidades desaforadas, grito totémico del sable, la lanza y el machete con que se fundara la república, zarpazos caudillescos que consideraban un deber apropiarse de la cosa pública y someterla a la satisfacción de intereses regionales, grupales o personales. Incluso enmascarados en el bien general de la nación, a la que había que meter en cintura mediante el expediente de la gendarmería necesaria. Como lo fundamentaran Gil Fortoul, Laureano Vallenilla Lanz y otros señeros pensadores de nuestra modernidad. Aún las peores y más aviesas aventuras golpistas del remoto pasado pretendían el bien de la nación. Así sirvieran objetivamente a su descalabro y ruina. Pues a pesar de los pesares, Venezuela despertó de la catalepsia política del gran gendarme gomecista con un ejército en forma, un aparato de Estado como Dios manda y una hacienda pública saneada, instituciones necesarias como para intentar el gran salto adelante iniciado en los años cincuenta. Es en lo esencial ese Estado fundado por Gómez, ese ejército levantado de las montoneras y esa hacienda pública que permitió un crecimiento económico ininterrumpido por más de medio siglo – bases estructurales de nuestra historia contemporánea hasta el día de hoy – los que hoy se ven sometidos a los embates de su definitiva destrucción. Sobrevivieron a la muerte de Gómez, a la revolución de Octubre, al Perezjimenismo y al Pacto de Punto Fijo. ¿Sobrevivirán a los salvajes embates destructivos del chavismo?

La pregunta es pertinente, pues la crisis que hoy nos aflige pretende, simplemente, la aniquilación de la Venezuela moderna y democrática, la erradicación de nuestra quebrantada tradición institucionalista, el exterminio de las bases económicas y culturales de nuestra sociedad, la pulverización de la nacionalidad y la creación, en su lugar, de una realidad social y política ajena a nuestras más profundas determinaciones idiosincrásicas. Es, para permanecer en la imagen anterior, trascendente a nuestras determinaciones y no constituye una mutilación, sino un homicidio. No es un pedazo de Venezuela el que será sacrificado en aras del delirio del último de nuestros Mohicanos: es la Venezuela misma. De allí el peligro de que esta extrema politización que nos carcome desemboque en una guerra civil:

“Cuando en el interior de un Estado las contradicciones entre los partidos políticos se han convertido en “las” contradicciones políticas tout-court, entonces se ha llegado al grado extremo de desarrollo de la “política interna”, o sea que se han transformado en decisivos para el choque armado no ya los reagrupamientos amigo-enemigo de política exterior sino aquellos internos al Estado. La posibi- lidad real de la lucha, que debe estar siempre presente para que se pueda hablar de política, se refiere entonces, consiguientemente, en razón de semejante “primacía de la política interna”, ya no a la guerra entre unidades nacionales organizadas (estados o imperios) sino más bien a la guerra civil”. (Carl Schmitt, El concepto de lo “político”, FCE, Pág. 182, México, 2001.)

De allí también la feliz expresión con que Oswaldo Álvarez Paz, coordinador de Alianza Popular, retrate este particular momento histórico: los venezolanos no nos enfrentamos a un conflicto de naturaleza electoral sino existencial. Arriesgamos nuestra propia supervivencia como realidad histórica nacional. No éste o aquel cargo público, concejalía o diputación.

De allí también el equívoco del epígrafe citado: no es que quienes consideramos esencial resolver esta crisis existencial nos amañemos para vivir en tiempos decisivos: es que tiempos decisivos – como éstos dramáticos que hoy sufrimos – sólo pueden ser resueltos por quienes son capaces de enfrentarlos existencialmente, jugándose hasta el último aliento de sus vidas en un todo o nada. Vivimos un estado de excepción y sólo medidas excepcionales, que encuentren la respuesta de toda nuestra capacidad soberana, podrán contribuir a superarla eficazmente.

Vivimos, pues, un momento de inflexión histórica. Y como en todas las crisis, cuando lo son de verdad, es decir, cuando son existenciales, cohabitan en ella simultáneamente el mal que se nos pretende infligir con las fuerzas capaces de poner en pie la terapéutica de su sanación. Es el enfrentamiento radical e insoslayable que hoy vive Venezuela y puede resumirse en una sencilla alternativa: o se saldará con el triunfo de las fuerzas emergentes de la nueva democracia y la revolución modernizadora, a cuyo parto debemos contribuir con nuestra acción militante y consciente, o triunfará la imposición autocrática y dictatorial de las fuerzas de la regresión, que no descansan y hoy parecen disponer de todas las fuerzas del Estado, que malversan a su antojo. Incluso con la complicidad de las democracias bienpensantes del hemisferio. Este combate encubre todas las encrucijadas subyacentes: dictadura o democracia, capitalismo o socialismo, prosperidad o miseria, libertad o sometimiento, tolerancia o represión, paz o guerra. No es una disyuntiva artificiosa impuesta por sectores políticos radicalizados, como algunos columnistas pusilánimes pretenden: es el producto histórico de la crisis misma que, a nuestro inmenso pesar, nos empuja a resoluciones tajantes. Son tiempos en blanco y negro. Son tiempos de decisiones. Exigen decisionismo.

Poco importa que hayan sido los propios demócratas venezolanos quienes hayan provocado esta crisis existencial y presas de su apatía política, su inexperiencia o su insólita inconciencia histórica se hayan dejado seducir por las fuerzas tenebrosas de la regresión, el odio y el chantaje que anidaban en sus entrañas. Tras seis años de luchas políticas y sociales contra el régimen, los mismos que coadyuvaran a su gestación hoy han adquirido conciencia de la gravedad del mal que sufrimos y han abierto sus ojos a los graves peligros que afrontamos y a la inminencia de su resolución. Más allá de nuestras diferencias, late en lo profundo de la sociedad venezolana una voluntad inalienable de ponerle fin a esta pesadilla y echar a andar nuevamente por el sendero de la paz, la justicia, la prosperidad y el progreso. Es un crimen de lesa humanidad no atender a ese llamado. Es un imperativo categórico que la nueva oposición que hoy nace no puede desantender.

Esa sociedad civil que clama por libertad, justicia y solidaridad es la fuerza motriz no sólo del rechazo y la superación del régimen, que ya se desmorona víctima de sus propias corrupciones, violencias e iniquidades, sino también la base social de la construcción de la Venezuela del futuro, cuya palanca revolucionaria será la conciencia de sus mejores hombres y mujeres. Junto a ellos y abierto a todas las expresiones políticas e ideológicas que hagan de la democracia, la prosperidad y la justicia sus banderas de victoria, sin pusilanimidad ni cobardía, sin complicidades ni medias tintas, deberemos construir la Venezuela que la historia nos reclama.

Para ello, será preciso acerar nuestra voluntad y agudizar nuestra conciencia. Deberemos volver a las fuentes de nuestro pensamiento democrático y libertario y potenciar todas nuestras capacidades: necesitaremos inteligencia e imaginación, pero también voluntad, temple y coraje. Estudio y dedicación, generosidad y entrega.

Nada más alejado de esta tarea que promesas mendaces y engañosas ilusiones. O revolución modernizadora o socialismo dictatorial. Y esta encrucijada ni siquiera se asoma a los procesos electorales. Venezuela ha perdido el derecho a elegir y se ve conminada a participar en procesos comiciales fraudulentos y amañados, que desmienten tajantemente la naturaleza supuestamente democrática de este régimen y que no tienen otra función que enmascararlo tras una fachada de legitimidad. No parece por lo tanto haber otro camino para enfrentar el grave mal que nos gangrena que la resistencia activa y la insoslayable decisión de decirle NO a los abusos e iniquidades del régimen. Pueda que en esta ruta sembrada de dificultades sólo podamos ofrecer lo único que un gran estadista inglés pudo ofrecerle a su pueblo en el momento más grave de su historia: cruentos afanes, sangre, sudor y lágrimas. La recompensa no será otra que la satisfacción del deber cumplido con nuestra madre Venezuela.

La historia sabrá recompensarnos.

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