El que se pica es porque ají come
El sábado 17 de septiembre el dictador Chávez dijo a un grupo de despistados comunistas en Nueva York, que entre las cosas que él objetaba de lo aprobado el día anterior en las Naciones Unidas era que el documento hace referencia a la “responsabilidad de proteger” los derechos humanos que debe asumir la comunidad de Estados Miembros. Parece que Chávez dijo que ese texto era sospechoso por que autorizaría a los países poderosos a invadir otro país al considerar que un gobierno no podía o no quería proteger a su propio pueblo frente a amenazas contra sus derechos. Esa objeción de Chávez comenzó a verse más como una preocupación suya cuando volvió a mencionarla en el mitin que dio en Miraflores a su regreso.
El origen del concepto de “la responsabilidad de proteger” es reciente. Proviene de un fascinante estudio (1) promovido y financiado en 2001 por el Centro de Investigaciones sobre el Desarrollo Internacional (IDRC), de Canadá, a raíz de la controversia internacional generada por la intervención de la OTAN en Yugoslavia para detener el genocidio en Kosovo.
Después de la Segunda Guerra Mundial, cuando el mundo se apercibió de la magnitud del genocidio perpetrado por los nazis contra los judíos en Europa, se inició un movimiento de opinión en el mundo que permitió coronar con éxito las luchas de dos décadas de trabajo por parte de activistas humanitarios, al lograr que se adoptaran en las Naciones Unidas dos resoluciones, una que define el genocidio, que lo declara crimen contra la humanidad y que lo hace universalmente punible, y la otra, la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Se puede decir que ambos eventos, separados por sólo 24 horas (9 y 10 de diciembre de 1948), fueron resultados históricos que retrospectivamente parecen consecuencias lógicas de que los pueblos sobrevivientes de las masacres de la primera mitad del siglo XX, tanto el genocidio nazi como el de los otomanos contra los armenios, trataran de asegurarse de que nunca más volviesen a suceder, declarándolas inmorales, ilegales y punibles.
Como sabemos, lamentablemente sus logros no fueron suficientes para impedir los horrorosos y sangrientos genocidios que siguieron al Holocausto en el siglo XX. Dejando de lado las masivas deportaciones y ejecuciones de los soviéticos en Europa Oriental y los excesos inhumanos de la revolución cultural en China, solamente recordemos los dos millones de personas brutalmente asesinadas por el Jemer Rouge en Camboya, los 800.000 tutsis muertos a machetazos por los Hutus en Rwanda y los miles de musulmanes masacrados por los serbios en los Balcanes, todo ello ocurrido en plena vigencia de las convenciones internacionales ya citadas. En cada uno de esos casos hubo denuncias a tiempo, conocimiento pleno y suficiente poder como para que la comunidad internacional hubiese intervenido con el fin de impedir o, mejor dicho, interrumpir la perpetración de tan horrorosos crímenes. Sin embargo, fue sólo cuando la opinión pública mundial reaccionó al ver que los serbios se preparaban para perpetrar otro genocidio en Kosovo, que por fin se tomó la decisión de intervenir con los bombardeos de la OTAN que condujeron al derrumbe del asqueroso régimen de Milosevic y sus carniceros. De tal manera los kosovares se salvaron, a diferencia de los camboyanos, quienes aun cuando estaban siendo perseguidos para morir, nunca recibieron ayuda e incluso tuvieron que tragar la amargura de ver a las potencias mundiales legitimando al Jemer Rouge en las Naciones Unidas y aceptando sus credenciales como representación oficial de Camboya. No hay que olvidar que quienes finalmente intervinieron para sacar el régimen de Pot Pol, los vietnamitas, todavía son acusados de haberlo hecho por razones geopolíticas y no humanitarias.
Así como la comunidad internacional no intervino para impedir los genocidios de Armenia, del Holocausto (2) , de Camboya, de Ruanda y de Bosnia, entre otros, tampoco lo ha hecho en casos menos sangrientos, pero tanto o más causantes de sufrimiento humano, como fue el régimen de Idi Amín y los es ahora el de Mugabe, ambos en Africa. De manera que sólo en el caso de Kosovo se intervino y se tuvo éxito a favor de seres humanos amenazados, aunque todos sabemos que los riesgos para Europa de la vecindad geográfica de Kosovo, es decir consideraciones geopolíticas, influyeron claramente en la decisión de intervenir.
Era inevitable que la intervención en Kosovo trajera a la palestra política internacional el debate sobre la contraposición de la necesidad de proteger a los seres humanos frente a amenazas a sus derechos fundamentales, por una parte y, por la otra, el debido respeto al derecho de autodeterminación de los pueblos, este último vinculado estrechamente al concepto de soberanía de los Estados.
En uno de los extremos de tal debate se ubican lógicamente los perpetradores de genocidios que esgrimen la soberanía para que nadie venga a interrumpir sus orgías asesinas. En el otro extremo, están los humanistas e idealistas que exigen a los poderosos que por razones morales usen sus fuerzas para impedir los crímenes, sin que importe ni la soberanía ni los ocho cuartos. Naturalmente, la realidad política del mundo obliga a la mayoría a buscar una solución a este dilema que ante todo sea viable.
El Gobierno de Canadá tomó el reto y en 2000 organizó el estudio que hemos mencionado promoviendo y financiando la revisión de bibliografía, la preparación de ensayos e informes y la celebración de seminarios y reuniones de politólogos, científicos sociales, historiadores y juristas de todas las regiones del mundo. Con todo ese esfuerzo se preparó un denso documento que fue sometido a un grupo internacional de notables que incluyó ex-jefes de estado, catedráticos, juristas y pensadores quienes, constituidos en la “Comisión Internacional sobre Intervención y Soberanía de los Estados” lo revisaron y produjeron su versión final. Fue en ese proceso que se generó la idea de la “responsabilidad de proteger”. Sus bases filosóficas parten de reconocer que el concepto de soberanía se ha transformado para adaptarse a las condiciones de nuestra era.
En efecto, los historiadores han asignado a los acuerdos de Westphalia, de 1648, la formulación de la soberanía como elemento fundamental del pensamiento político occidental que determinaría gran parte de las relaciones entre los Estados hasta nuestros días. Los soberanos europeos de entonces agobiados y arruinados por las continuas guerras entre ellos mismos, acordaron, entre muchas otras cosas, que un territorio definido por fronteras claras que tuviese una población con cierta coherencia cultural y un soberano en ejercicio estable del poder constituía un Estado independiente, “soberano”, en el que los demás no debían intervenir.
El acontecer histórico se encargó de transformar ese concepto de soberanía mediante la evolución del pensamiento político de los líderes del mundo impulsada, por no decir forzada, fundamentalmente por los traumas de las guerras y los conflictos. Cada tratado internacional implica cesión o sacrificio de soberanía en cuanto que la libertad del soberano se reduce correlativamente a las obligaciones que se asumen.
La madre de los tratados, la Carta de las Naciones Unidas, es la cesión colectiva de soberanía más amplia que conocemos. Los tratados complementarios a ella y en especial las convenciones sobre los derechos humanos, inevitablemente afectan la soberanía de cada Estado miembro.
Con la controversia post-Kosovo se planteó entonces definir los criterios con los cuales la comunidad de las Naciones Unidas pudiese actuar eficaz y legítimamente cuando tales convenciones se estuviesen violando. La Comisión convocada por Canadá concluyó que la soberanía conlleva la responsabilidad de proteger los derechos de los pueblos y recae en los gobiernos de cada Estado y que la comunidad de Estados participantes en las Naciones Unidas tiene no sólo la misma responsabilidad de proteger, sino que además tiene la responsabilidad de prevenir la violación de los derechos humanos con acciones diplomáticas y políticas, tiene la responsabilidad de reaccionar incluyendo la intervención colectiva si la prevención no fuese suficiente y finalmente, tiene la responsabilidad de reparar los daños que una eventual acción militar pudiese causar.
Hay que reconocer que a pesar de que los argumentos y análisis de la Comisión se refieren a los derechos humanos en general, su texto no deja dudas de que se está pensando en casos de genocidios y que la intervención se concibe sólo para las violaciones de carácter grave. En palabras directas, se supone que tiene que haber corrido mucha sangre para que las conclusiones de la Comisión sean invocadas. Aunque la Convención sobre la Prevención y Castigo del Crimen de Genocidio de las Naciones Unidas (1948) no menciona cantidades de victimas para calificar sucesos como genocidios, la opinión pública mantiene en la mente que unos pocos muertos no son genocidio. Para el común, el genocidio debe ser masivo y si no, no es.
Sin haber participado en las negociaciones que hubo en las Naciones Unidas antes y durante la reciente Asamblea General sobre el texto del documento aludido, no puedo sino inferir que el informe de la Comisión del 2001 causó suficiente impacto político como para que los países redactores incluyeran la referencia de, por lo menos, la “responsabilidad de proteger”. Quienes sostenemos los valores éticos y morales que segregan al genocidio hacia el peor basural de los crímenes humanos, damos la bienvenida a que en ese contexto se haya siquiera mencionado que la comunidad internacional tiene la responsabilidad de impedir que esa lacra vuelva a ocurrir en el planeta.
A Chávez esto no le importa. Más bien, le preocupa. Sobre todo, debe preocuparle que no esté claro si la “responsabilidad de proteger” se limitará al genocidio “masivo” o si por el contrario se extenderá a casos de violación de derechos humanos menos vitales como el derecho de expresión, el derecho al trabajo o el de acceso a la justicia. Para Chávez ya es suficiente con la espada de Damocles de la Carta Democrática Interamericana y por eso se pica, reacciona y sin querer, hace ver que ají come.
Pero de toda esta reflexión lo que me acongoja es pensar en cierta gente que todavía da su apoyo al dictador. Son esas personas que dicen ser izquierdistas, que dicen que defienden los intereses de los pueblos y aparentan compartir así los valores éticos y morales que yo sostengo. Sin embargo, he escuchado algunos que han sentido “orgullo” de que Chávez, a cuenta de atacar al “imperialismo”, se haya opuesto a un logró humanitario y moral como es reconocer la “responsabilidad de proteger” a los pueblos y que por pequeño que parezca no deja de ser valioso y trascendente.
Notas
(1): “The Responsibility to Protect” Report of the International Commission on Intervention and State Sovereignty, IDRC-CRDI, Ottawa, Canada, 2001; Ref (%=Link(«http://web.idrc.ca/en/ev-1-201-1-DO_TOPIC.html «,»http://web.idrc.ca/en/ev-1-201-1-DO_TOPIC.html «)%)
(2): Los aliados no intervinieron en Alemania para impedir el holocausto sino por razones geopolíticas.
(*): Caracas, 26 de septiembre 2005