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Yo, apátrida

Todo empezó mucho antes de partir. Mientras aun estaba en su país de origen sintió esa amarga sensación de no pertenecer al mundo que lo rodeaba –lleno de radicalismos y excesos– donde opinar era un delito cuyo proceso de juzgamiento exprés ni siquiera Kafka pudo imaginar.

Por sólo expresar una idea distinta podía en un segundo perder su trabajo, familia y amigos –esto no es normal, pensó– y se marchó. Su familia, amigos, lenguaje, costumbres, casa, ciudad, trabajo y los 45 años vividos, quedaron atrás. Sin embargo, los improperios lo persiguieron hasta su destino final: escuálido, pitiyankee, indolente y apátrida lo llamaron. Siendo el último de estos calificativos el que menos entendió.

Tratando de comprender su realidad, buscó en otras épocas un fenómeno de intolerancia parecido. Revisó la historia de Venezuela una y otra vez, pero no pudo encontrar el paralelismo buscado. Se preguntaba si cuando Simón Bolívar –El Libertador– vivió al menos seis años en España, alguien tuvo la osadía de llamarlo apátrida; ó si cuando Francisco de Miranda pasó más de la mitad de su vida viviendo en el extranjero y participando en la Revolución Francesa ó en la Independencia de los Yankees alguien usó algún descalificativo parecido, pero el esfuerzo fue estéril. Seguía sin comprender estos nuevos tiempos de la mal llamada revolución.

Por otro lado, leyendo las noticias luego de un concierto de uno de los genios musicales más importantes del mundo contemporáneo, advirtió un fenómeno de intolerancia muy parecido al suyo, salvo que esta vez los ataques venían de unos pocos del otro bando –estupefacto pensó, algo no anda bien– sin embargo, no podía comprender la noticia de que uno de los talentos venezolanos más brillantes de estos tiempos era vejado por no expresar su opinión política en favor de alguna de las dos tendencias que se disputan el poder. Tampoco podía entender cómo algunos podían criticar al maestro José Antonio Abreu por demás merecedor del que pudiera ser el primer Premio Nobel venezolano, al diseñar y poner en funcionamiento un programa educativo que ha dejado anonadado a los más excepcionales talentos del mundo, ¡todo esto por no hablar de la maldita política!. Se dijo así mismo: no sé qué estarán pensando algunos, pero para mí haber diseñado un programa que tan sólo en Venezuela hoy en día abarca a casi 600.000 jóvenes, quienes en lugar de tener un arma, tienen un instrumento musical que engrandece el alma de todo el que los escucha, habla más que mil palabras.

Pensó: ¡vaya que 17 años de desinformación nos han afectado!. Recordó haber escuchado de algunos amigos en el extranjero acusar de conformistas y cobardes a quienes aún siguen haciendo vida en el país. Cosas como: ¡es que la gente es muy pendeja!; ¿hasta cuándo se van a seguir calando a ese gobierno?. Así mismo, recordó sus conversaciones con algunos amigos que aún residen en Venezuela quienes se jactaban de decir que valientemente ellos no se irían nunca y que, si les tocaba hacer mil colas y marchar obligados en contra de todo lo que piensan lo harían con mucho gusto hasta el final, porque el país está como está debido a los cobardes que prefirieron irse antes que quedarse a luchar.

Se dijo a sí mismo: el amor por un país no se mide porque vivas la escasez, la inseguridad y el alto costo de la vida feliz como Cheverito; tampoco se mide por cuantas veces critiques al gobierno. Jacinto Convit, Simón Díaz, José Antonio Abreu y los miles de jóvenes que forman parte de El Sistema, son venezolanos excepcionales, que más allá del sin sentido juego entre “patriotas y apátridas” han demostrado con hechos su amor por el país. También lo son las miles de personas que forman parte de las instituciones públicas y sin estar de acuerdo con las políticas abusivas y absurdas de este gobierno, se mantienen dentro de ellas, haciendo su trabajo y luchando, aunque sus esfuerzos por cambiar las cosas no sean parte de las noticias.

Apartando todo el falso nacionalismo y la basura comunicacional de estos últimos 17 años, cualquiera en su sano juicio entiende que hay una palabra llamada libertad, cuyo significado carece de sentido cuando se pierde en esta telaraña propagandística que conduce a las tinieblas al sentido común.

Tanto manifestar la opinión política en público o abstenerse de hacerlo, como decidir irse a un país extranjero a estudiar, trabajar, vivir o simplemente descansar de todo este juego infértil en el que se ha sometido a todo el país, es tan parte de la libertad de cada persona como el decidir si uno se quiere casar, vivir soltero, tener 10 mujeres o 10 hombres, si se quiere usar barba, cabello largo o corto, si se quiere ver el béisbol o el fútbol, si se prefiere a la catira o al oso, si se quiere ser pro gobierno u opositor.

Finalmente, cargado del optimismo que caracteriza a los venezolanos pensó: algún día se apagará el altavoz venenoso, se apartará tanta paja del camino y se escucharán cientos de voces que mostrarán una realidad tan multicolor como los colores de los paisajes venezolanos, reconstruiremos el país todos juntos, dejaremos de pelear con molinos de vientos como Don Quijote y comenzaremos una batalla real contra los verdaderos males del país: como lo son la superación de la pobreza y la falta de oportunidades, la inseguridad, el fortalecimiento de la democracia y el manejo de los recursos públicos.

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