Opinión Nacional

La soledad de Iván Simonovis

Acompañado de Adolfo Salgueiro, por entonces ambos, él y yo, miembros de la Comisión de Asuntos Exteriores de la Coordinadora Democrática, debimos encarar dos diligencias de buena voluntad ante los representantes diplomáticos de Chile y El Salvador: solicitar la buena pro de sendos gobiernos para conceder el asilo de rigor, según asentado en los derechos internacionales de la comunidad latinoamericana, a los comisarios perseguidos por la justicia chavista y casi condenados a sufrir pesadas condenas que podrían poner en riesgo sus vidas de llegar a caer en manos de la policía política del régimen.

Ambas diligencias se saldaron con ominosos fracasos. En el caso de Chile, el embajador en Venezuela de Ricardo Lagos, Fabio Vio Ugarte, a quien me unían lazos de amistad, se apresuró a aclararnos sin siquiera someterlo a consultas con la canciller chilena, la democristiana Soledad Alvear, que las órdenes recibidas de Chile eran perentorias: no se le concedería asilo a ningún uniformado venezolano. No necesitó explicarnos que tampoco se lo concederían a ningún civil. Era la respuesta de un gobierno democrático, muchos de cuyos ministros, embajadores y altos funcionarios habían recibido el asilo de Venezuela sin mayores trámites ni pérdidas de tiempo. Al extremo que sólo en el primer año de la dictadura del general Augusto Pinochet Ugarte, los gobiernos de Rafael Caldera y Carlos Andrés Pérez concedieron más de doscientos derechos de asilo. Acompañados de los debidos medios de subsistencia para iniciar una vida digna y honorable en nuestro país. Y rescatar a algunos de sus más emblemáticos presos políticos gracias a las gestiones de Diego Arria y el entonces canciller Ramón Escobar Salom.

El caso de El Salvador fue aún más indignante: fuimos impedidos de entrar a la sede de la embajada. Y uno de los comisarios que había tenido la osadía de penetrar en sus oficinas, fue conminado a dejarla a la mayor brevedad, para terminar en brazos de los esbirros del régimen luego de ser sometido a vergonzosas transacciones “diplomáticas”.

Gestiones realizadas ante las cancillerías de Chile, Argentina, Uruguay y Brasil por algunas comitivas enviadas por la Coordinadora Democrática, en algunas de las cuales tuve el honor de participar, nos pusieron al desnudo frente al absoluto desinterés, por no decir abiertamente rechazo, a toda colaboración con los esfuerzos denodados emprendidos por la oposición democrática venezolana. No tuvimos éxito ni siquiera en la tentativa de demostrar que el régimen instaurado por el teniente coronel golpista Hugo Chávez no cumplía con las más elementales normas del comportamiento institucional establecidos por las cartas democráticas de la OEA y otros organismos multilaterales de la región. Los 14 años de soledad de los demócratas venezolanos  se verían confirmados de una manera cruel y dolorosa. Sin importar la naturaleza política de los respectivos gobiernos: cualquier ilusión alimentada por el triunfo de Sebastián Piñera en Chile sería brutalmente desmentida por los hechos: si la izquierda chilena, principal beneficiaria de la generosidad de la democracia venezolana, ha respondido con el alineamiento con la dictadura castrochavista, es de imaginarse qué haría la derecha. Nada.

Temo reconocer que a la extraordinaria labor desarrollada por la diplomacia de la Coordinadora Democrática, dirigida por el ex canciller Humberto Calderón Berti a la cabeza de un destacado grupo de internacionalistas, no ha correspondido igual proceder de la Mesa de Unidad Democrática. Un cierto solipsismo condena al autismo en que nuestro liderazgo enmudece ante la comunidad internacional. La democracia venezolana está más sola que  nunca antes. La porfía y tozudez del régimen, obediente de manera lacayuna y obscena a los dictados de la tiranía cubana que ha impuesto la pena y el castigo ejemplarizante a Ivan Simonovis y a todos nuestros restantes presos políticos con el propósito de marcar con sangre y fuego el rechazo al derecho a la rebelión popular – por cierto: garantizada e incluso exigida como imperativo constitucional en nuestro ordenamiento jurídico – se ha traducido en el sistemático fracaso del deseo de ver a Simonovis y sus compañeros de celda celebrando estas fiestas emblemáticas en plena libertad junto a sus familias.

Es un fracaso que avergüenza. Y que tiñó de ilegitimidad un diálogo que debió haberse saldado con su inmediata liberación. ¿O es que la prisión de un hombre justo e inocente no conmueve a nuestro liderazgo?

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