Orgullo de barrio
Los que hemos experimentado la dicha y el orgullo de pertenecer y vivir en barrios caraqueños, sabemos del privilegio humano que ello comporta. En una sociedad huérfana, más que menesterosa como la nuestra, el barrio constituye la célula fundamental de la sociedad y no así la familia, que en general, ha fallado. Ha prevalecido un error fatídico en la estructuración conceptual de la sociedad venezolana al partir de la premisa falsa de que la institución básica era la familia. En ausencia de realidad familiar, la barriada representa el vínculo afectivo crucial de nuestras existencias. Allí aprendimos lo verdaderamente significativo y sagrado para guiarnos en la vida. Mitos y símbolos. Lealtad y ritmo.
Eso que llaman “socialización” vendría después, si se podía. El colegio, la institucionalidad, sensibilizan con otros valores, no siempre en concordancia con los primeros, la receptiva esponja creativa que somos. No sé si su estigmatización ha sido culpa de los políticos, de las iglesias y de las ciencias sociales o de todos a la vez, quienes al vincularlo a la noción de pobreza, despertaron un interés perverso. Barrio ha sido, es, igual a territorio por colonizar, donde había, hay, almas descarriadas por evangelizar, votos probables por cautivar u “objeto de investigación en curso”. Entonces se creó el laboratorio donde se estudia, como invalida especie en no-extinción, una de las realidades más sólidas del país.
Así, el barrio es clase aparte. No por el concepto de “desigualdad social” que le han endilgado sino al revés. Contradictorio y espléndido es ese ser colectivo que vive en las entrañas del parto social, que a diferencia del biológico, dura toda la vida. Rancho es distinto. Es inhumano. El barrio es uno, y múltiple. Democracia, fiesta, rebeldía y velorio. A veces aparece la jauría, pero la comunidad gana y perdona. O castiga con sus leyes. A pesar de su estrechez y mengua, le han sacado el jugo a la vida. Multicultural, multiétnico, le sobran las puertas de entrada. Hasta los policías viven allí. Distinto y distinguido se sabe de dónde se viene por el tumbao, que es más que una cédula de identidad. Es una marca.
A todas estas, las Misiones como “Barrio Adentro” participan en ese juego. Políticos, iglesias, científicos sociales, y más aún, han alborotado el supuesto frankenstein de la familia en el que invierten demagogia. Y no es porque no existan necesidades, desatención, violencia, peligro, crimen, droga, orfandad, hambre y hasta buenas intenciones, sino porque esa curita no convence. Paño caliente no sana. No va a la raíz del problema, no es solución correcta surgida de su seno sino impuesta desde afuera como la “Carta Social”, como las invasiones, y eso es lo que hay que cambiar. Esa sí sería una verdadera revolución con la que estaríamos plenamente de acuerdo. Democracia desde adentro, no desde afuera, no desde el gobierno ni desde los partidos, sino desde las comunidades. Construcción de un sistema soberano de vida que no persiga, como el de ahora, perpetuar las condiciones reales de existencia porque si se les sana el enfermo se les acaba el poder. Esa es la clave. Cambiar ese esquema y convertirlo en opción política nacional. Porque de barro somos todos.