Comunismo a la venezolana: dos enseñanzas
Con la declaración de Chávez como socialista, eufemismo al que recurre para esconder su verdadera vocación comunista, habrá que reeditar en el mundo político y académico venezolano un debate que se creía cancelado después del derrumbe del Muro de Berlín, de la desaparición por naufragio del imperio soviético, y de la edición de aquel libro de Francis Fukuyama que causó revuelo, El fin de la historia y el último hombre, donde el pensador estadounidense de origen japonés coloca al socialismo y a toda forma de colectivismo en el baúl de los recuerdos, al tiempo que proclama el triunfo rotundo y definitivo del capitalismo, la libertad de mercado, la libre empresa y la democracia liberal.
Lo que ocurre en Venezuela nos enseña que las naciones no superan de forma absoluta ningún estadio. Siempre que se den determinadas condiciones, es posible volver atrás. Fidel Castro y el modelo comunista que intenta exportar sufren su primera derrota importante en el plano internacional precisamente aquí en Venezuela, de manos de Rómulo Betancourt, primero, y de Raúl Leoni, después. El de Betancourt es el primer Gobierno que rompe con Fidel cuando éste declara el carácter comunista de su revolución en abril de 1961. Quien desde la Sierra Maestra había defendido los valores de la democracia y la república, y jura que no lo movía ninguna ambición subalterna de poder, concentra en sus manos el control total del Estado cubano, transformándose en un tirano similar a Lenin, Mao y Stalin, sus predecesores rojos. Castro entiende que el apoyo de la URSS no es suficiente para implantar su revolución y que requiere que otros países del continente sigan su ejemplo. Esta pretensión encuentra una muralla inaccesible en los gobiernos democráticos de la región, especialmente en el de Betancourt que jamás coqueteó con el demagogo y déspota cubano. La democracia venezolana, fundada en los principios de libertad, igualdad y fraternidad que, después de la Revolución Francesa, inspiran a todas las sociedades democráticas del mundo, se convierte en la alternativa a esa inmensa mezcla de cárcel y cementerio que el doctor Castro crea en la isla antillana. Los demócratas criollos obligan a batir en retirada a los comunistas internos, quienes quedan pulverizados por casi 40 años, hasta que Chávez, con la ayuda de los grupos que actúan durante quinquenios como si el sistema democrático tuviese bases anti sísmicas, retoma la hoz, el martillo y el fusil del comunismo cubano. Ahora nos vemos metidos en este inmenso brete: milicias populares, “justicia revolucionaria”, adoctrinamiento ideológico, (auto)censura de prensa, ataque a la propiedad privada, persecución a la disidencia, partido único, subordinación de todos los poderes al jefe del Estado. Todos rasgos típicos del comunismo en su etapa de consolidación. El modelo que se creía superado renace con nuevos bríos, conducido por la mano de un demagogo.
La otra lección consiste en que por más compleja que sea una sociedad, siempre se puede aplanar. El comunismo a la venezolana está combinando dos movimientos. Uno es el que acabo de señalar. Se orienta a capturar todo el Estado. A no dejar cabo suelto. Sólo falta por atrapar las universidades y el resto de la educación. En este ámbito han surgido disonancias que el Gobierno trata de anular. Será éste un escenario de duras confrontaciones en los tiempos por venir. El otro proceso apunta a la aniquilación progresiva de la sociedad civil y de toda clase de tejido que ofrezca resistencia social. La red de delatores que propone Barreto, integrada por taxistas y, próximamente, conserjes forma parte de ese propósito de ir minando la capacidad del país a responder, y a pensar de forma diversa y plural. A Hugo Chávez sólo le interesan las agrupaciones que dependen del Estado y son mantenidas por éste. Ello explica el auge de las misiones. En todas ellas sus participantes están empadronados. Forman parte de esa legión inmensa de bocas que se abren y manos que se extienden gracias a la magnificencia de un Estado petrolero conducido por un populista con ansias insaciables de perpetuarse en el poder. A cada “misionero” se le controla y monitorea a través de las becas y subsidios. De ellos se sabe dónde viven, cuál es su cédula de identidad, cuánto ingreso perciben, cuántos familiares tiene. Las misiones son los mismos círculos bolivarianos, sólo que elevados a su máxima potencia y eficacia. Ya no se trata de los exaltados de la “esquina caliente” o de las bandas de facinerosos liderados por Lina Ron. Ahora el proyecto se ha sofisticado gracias a la incorporación de la informática. La nueva base social del chavismo no es realenga. El petróleo ha permitido agrupar al pueblo en “misiones” perfectamente organizadas y administradas por el Estado.
De allí que no sorprenda que la revolución no le confiera importancia a organizar el proletariado industrial en sindicatos independientes, o a promover el surgimiento de gremios profesionales autónomos. Nada que sea libre y no dependa del Estado, o que pueda autofinanciarse sin estar amarrado al bolsillo de Chávez, es visto con buenos ojos por el autócrata. En los núcleos donde no se imponga el pensamiento único bolivariano podría aparecer el morbo de la crítica al régimen. Así son las transformaciones comunistas. Todo el poder del Pueblo para el Partido, y todo el poder del Partido para el Secretario General, en este caso el caudillo. Este principio rigió en la Unión Soviética de Stalin; rige en la Cuba de Castro; y, desde 1999, los emeverristas tratan de que rija en la Venezuela de Chávez. Para los comunistas la diversidad, la pluralidad, la complejidad del tejido social, la libertad de pensamiento y acción son taras burguesas y vicios de la oligarquía que deben erradicarse.