Opinión Nacional

Breves notas para un proyecto (in) incierto

El presidente Chávez, seis años después, ha alcanzado otro calificativo para un proyecto que – desde 1992 – ha sido incierto: la centuria dice relevarlo de la dificultad teórica concreta para arribar al nuevo socialismo. Y otros deben discutirlo, pues, como señalara en Cumaná, por mayo del presente año, basta con la consigna, acaso, como el mejor aporte y trámite revolucionario.

El programa de gobierno que fundó su primera aspiración presidencial, necesariamente de ruptura con el pasado inmediato (al proponerse el proceso constituyente que – efectivamente – desembocó en la llamada “V” república), enunció el carácter humanista, autogestionario y competitivo de un diferente modelo de desarrollo, y en el marco de una democracia patriótica – luego denominada participativa y protagónica – para una población mísera y empobrecida. Reiniciado el mandato presidencial, camino al septenio, expresiones como “desarrollo endógeno”, logran incorporarse al lenguaje oficial, en el intento de precisar las intenciones que tampoco supieron de un debate previo en las faenas de ascenso al poder.

La era de los presentimientos

Suponemos que la mayoría de los venezolanos concedió el triunfo electoral a los insurgentes de 1992, presintiendo la necesidad de un cambio histórico en Venezuela. Al filo de una crisis crónica que erosionó la legitimidad democrática, mermada – estructural, progresiva y casi confidencialmente – nuestra prosperidad petrolera, desde 1978, mantuvimos en pie las ilusiones creadas por las – increíblemente distantes – bonanzas dinerarias.

El modelo de desarrollo, supeditado a los mercados internacionales del crudo, dio suficientes demostraciones de un agotamiento socialmente inaceptado, aún cuando la realidad obligaba a la formulación de alternativas urgidas de un imaginario desligado a la visión humboldtiana del país, inmensa e irremediablemente rico. La era del capitalismo de Estado, abierta premeditadamente por 1945, concluía presintiendo – ésta vez – el camino de la modernización, la apertura y la competitividad económicas, como el más adecuado. Empero, nos resistimos a transitarlo y el fenómeno político que se ha dado en llamar “chavismo”, no sólo reincidió en la agotada fórmula, sino que la ha agudizado bajo sus (otros) presentimientos: la modernización puede desterrarlo del poder, por lo que – de un lado – nos encontramos en una suerte de limbo histórico, ya largamente concluido el último capítulo del ciclo inaugurado en la década de los cuarenta; ésta extraña transición dice encarnarla el “novísimo” elenco en la dirección del Estado, embargándonos de un populismo “quiliástico”, según la afortunada denominación de Luis Madueño (en: ”La transición venezolana. Aproximación al fenómeno Chávez”, ULA, Mérida, 2002); y – finalmente – promete un injerto de los modelos cubano y chino, como garante del poder, ya desmoronado el viejo modelo de desarrollo y rechazado el que con despiadado abuso tilda de “neoliberal”.

El incierto socialismo petrolero

Surge la tesis de un socialismo del siglo XXI, adjetivada una voluntad de poder, que tiene por fundamento el patrimonio cultural y material del petróleo. Las mejores intenciones distributivas saben de una estructuración clientelar, prebendaria y – en definitiva – populista que, de acuerdo a la atinada observación de Trino Márquez, convierten la “ruta de la empanada” o los “gallineros verticales” en las mejores expresiones de un socialismo utópico que tanto hubiese indignado a Marx o a Engels.

La tesis socialista actual poco abona, por cierto, a las elaboraciones de orientación marxista de las décadas precedentes, a juzgar por la compilación de Alexander Moreno (“Antología del pensamiento revolucionario venezolano”, Centauro, Caracas, 1983), por no mencionar la polémica creadora o heterodoxa provocada por la derrota del guerrillerismo de los sesenta. Por lo demás, ella necesita de un fuerte e innovador estímulo político, intelectual y cultural, a juicio de Rigoberto Lanza, quien lapidariamente expresó: “No es posible hacer una revolución con individuos reaccionarios. Así de brutal” (“Question”, Caracas, nr. 36 de 06/05).

El socialismo petrolero en curso, exhibe como credenciales una gestión que ha empeorado las condiciones de vida de los venezolanos, golpeado el ingreso real de las familias y aumentado la dependencia petrolera, como ha comprobado José Guerra (“La política económica en Venezuela 1999-2003”, UCV, Caracas, 2004), contrariando los enunciados estelares del programa original. Valga recordar la aseveración del presidente Chávez: “… Todos aquí sabemos, y deben reconocerlo hasta los críticos más duros de mi Gobierno, que el plan económico de la revolución ha venido funcionando desde 1999, 2000, 2001, cuando se desató la locura a finales de 2001, sin ninguna razón real, porque este Gobierno se siente gobierno de todos y para todos” ( Mensaje anual del 15 de enero de 2005, Asamblea Nacional, Caracas).

Aceptemos que reina la inseguridad jurídica y la confusión económica en torno a la propiedad, avanzando galopantemente el Estado no sólo como dueño de grandes empresas, reeditadas en los más distintos ámbitos (telecomunicaciones,medios de comunicación, centrales azucareras, líneas aéreas u hotelería), sino como promotor y fiador de otras fórmulas, como las contempladas en la Ley de Tierras, no garantizada la titularidad de la tenencia agraria, o las que apuntan a la cogestión y autogestión, curiosa e inexplicablemente presente en la Ley Orgánica del Poder Público Municipal. Vale decir, al improvisar sus distintas modalidades, la propiedad pública o colectiva entra en el circuito de confusión del propio régimen que se contenta con una retórica propagandística, como un saldo decididamente político.

El petróleo es el fundamento de tan incierto camino socialista, gracias a un reparto que ha encontrado y contaminado diversas modalidades como el cooperativismo, para anudar la lealtad clientelar con el régimen, desnaturalizada la cogestión y la autogestión por los afanes publicitarios, provocando una inflación burocrática y una multiplicidad de organismos crediticios. Y es que el macro-asistencialismo constituye la espina dorsal de una experiencia, por cierto, lejos del socialismo sin Estado que reflexionó Emmanuel Mounier (“El personalismo”, EUDEBA, Buenos Aires, 1967): rechazado por los trabajadores organizados, tiene una generosa sustentación en el lumpemproletariado y en aquellos sectores sociales – viejos y nacientes – que actualizan la oligarquía rentista, gracias a una corrupción sin precedentes.

A guisa de ilustración, la Misión Ribas ejerce una innegable atracción en la población, a pesar que el costo por persona es considerablemente superior al de un educando formal por año, arrojando resultados que no se compadecen con los retos de una efectiva inclusión en el sistema, o la reserva militar se ofrece como un atajo para enfrentar el problema del desempleo, el cual ha alcanzado altísimos niveles históricos en Venezuela. Por lo pronto, el Instituto Nacional de Estadística (INE) ensaya una redefinición de la pobreza que, al incluir los servicios gratuitos dispensados por el Estado, le permitirá a éste dar otra versión, aunque el Índice de Desarrollo Humano nos ubicaba en el puesto 48 para 1999 y, ahora, transitamos el 58.

La certeza de una sociedad de trabajadores

Los demócrata-cristianos planteamos la necesidad de alcanzar una democracia plena y de crear una sociedad de derechos humanos y calidad de vida, en libertad. Partimos de una concepción de la persona humana que es determinante para nuestro proyecto histórico concreto: la persona sólo se realiza en comunidad y la comunidad en la persona, convencidos –como lo expresara Ernesto Moreno B. – que “es la solidaridad y su responsabilidad por el otro, lo que permitirá crear la subjetividad necesaria para que el pueblo se haga sujeto de su propia historia” (en: “Persona y comunidad”, ODCA, Santiago, 2004).

Un proyecto a largo plazo que haga prevalecer la calidad, el trabajo, lo humano, la sabiduría, el servicio común, por encima de la cantidad, del dinero, de lo técnico, de la ciencia, de la codicia individual y estatal. Implica metapolíticamente la primacía de la persona humana, la realización del bien común y la perfectibilidad de la sociedad civil; política y operativamente, la profundización democrática, un radical compromiso ético, el pluralismo, una honda vocación de transformación histórica, la participación, una asunción responsable de las realidades, la subsidiariedad, entre otros de los principios, siendo necesario destacar el procesamiento del irreprimible conflicto en aras de la convivencia pacífica y el destino universal de los bienes: compartimos una perspectiva de la igualdad de los distintos, aceptada la desigualdad horizontal (derivada de la vocación y del talento natural), en detrimento de la desigualdad vertical (basada en lo nobiliario, lo dinerario o lo étnico, como artificio). Por ello, coincidimos con Lino Rodríguez-Arias Bustamente: “sostenemos, por consiguiente, una posición interclasista y aspiramos a una nueva sociedad sin clases” (“Comunitarismo y marxismo”, Temis, Bogotá, 1982).

Programáticamente, somos partidarios de impulsar las fórmulas cooperativistas, comunitarias, cogestionarias y autogestionarias, pues “merecerá preferente atención en toda política económica de inspiración socialcristiana” el sistema de propiedad social conformado por empresas bajo el régimen de trabajo asociado, a tenor del punto 224 del programa político básico de largo plazo (en: “Los documentos del congreso ideológico”, COPEI, Caracas, 1987). Siendo así, aceptamos y propiciamos la coexistencia de la propiedad privada con la propiedad autogestionaria, la cual ha de demostrar – sobre todo en los hechos – su eficacia y debida orientación, ya que la equidad social no se entiende sin la generación de prosperidad, así como la prosperidad no se entiende sin la equidad social.

Optamos, en el corto y mediano plazo, por un modelo de economía social y ecológica de mercado, capaz de viabilizar una sociedad de emprendedores o trabajadores con la certeza necesaria para hacer nuestra una experiencia histórica, asumida la globalización como interdependencia creciente de los pueblos. El mercado no es un todo perfecto y el Estado ha de cumplir un rol desde la necesarísima dimensión social que, junto a los cambios políticos, pueda armonizarse con una decidida política económica, deslindándose de las versiones neoliberales, como señalara Eduardo Fernández (en: “Economía social de mercado: el rostro humano de la economía”, CEESM, Caracas, 1992).

En consecuencia, atendiendo las observaciones consignadas por Hermann Sautter (en: “Economía de mercado y justicia social para América Latina”, KAS – CIEDLA, Buenos Aires, 2000), el Estado requiere de un fortalecimiento tal que pueda concederle un marco convincente de institucionalidad al mercado; impedir la confiscación de la riqueza petrolera, sustentado creciente y determinantemente por los aportes del ciudadano; y respetar los derechos de libertad y de acción económicas de la ciudadanía, precisando y afianzando la función social de la propiedad, orientados hacia el desarrollo limpio y sostenible. Encontramos acá, una clara distinción con el enfoque liberal, pues, éste pretende la sustitución universal de los proyectos políticos referenciados económicamente en favor de los proyectos económicos referenciados políticamente, como precisó José Rodríguez Iturbe (“Nueva Política”, Caracas, Nrs. 71-72 de 11/00).

Acogemos una de las recomendaciones planteadas por Luis Castro Leiva, como es la de “pasar de la concepción deductiva de principios doctrinarios al descubrimiento razonado de su discernimiento en la situación de una encarnación histórica” (en: “Aportes para la puesta al día del pensamiento político de la democracia cristiana en Venezuela”, IFEDEC, Caracas, 1997). A pesar del reclamo persistente de un cambio histórico, presumible en virtud de las decisiones electorales que parten de diciembre de 1998, no ha habido un debate ideológico serio, coherente y trascendente en la Venezuela de los últimos años, y, como partido democrático responsable, debemos interpelar e interpelarnos sobre un ciclo de la vida republicana que se ofrece como oportunidad para el cambio real, actualizándonos, aunque el régimen vigente lo haya despreciado intentando acomplejarnos.

La dramática diferencia entre el modelo impulsado por el humanismo cristiano y el socialismo petrolero propugnado por el elenco actual en el poder, estriba en tres consideraciones básicas: por una parte, sabemos de una larga, aunque cíclica, tradición de debate que ha permitido explorar –además – vías alternas al propio capitalismo liberal, por lo que la propiedad social no es una noción ajena a la causa demócrata cristiana, observando algunas precisiones como las planteadas por A. Vivas Terán y J. A. Velásquez (“SIC”, Nr. 350 de 12/72) y señalamientos como el de J. Rodríguez Iturbe sobre la humanización del capitalismo (“Repensar la política”, Centauro, Caracas, 1997); inevitable contraste, el llamado “chavismo” improvisa en torno a fórmulas que no desmienten su real naturaleza y pretensión, reacio desde sus orígenes a un esfuerzo de reflexión y de polémica en torno a los supuestos teóricos. Por otra, pretendemos alcanzar una sociedad post-rentista, convertido el petróleo en un elemento necesario – mas no exclusivo – para el desarrollo económico, al contrario de los que profundizan y se benefician del Estado rentista, interiormente débil y exteriormente fuerte, desembocando en la multiplicación de los impuestos, el aprovechamiento de las utilidades cambiarias o el endeudamiento público para (intentar) compensar las insuficiencias del ingreso petrolero. Y, finalmente, promovemos la democracia como modo de vida, aceptando y tolerando las diferencias, frente a la inexorable militarización de un modelo que se resiste al cambio, de cuya demanda se aprovechó demagógicamente.

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