Adiós Lenin; adiós, Chávez
(%=Link(«http://www.imdb.com/title/tt0301357/»,»Good bye, Lenin»)%) (Adiós, Lenin), la impactante película dirigida por el cineasta alemán Wolfgang Becker, no toma el camino de la crítica fácil y panfletaria al socialismo, sin embargo no deja de ser una revisión descarnada de algunos de sus perversiones y vicios más crueles. El eje del film gira en torno a la relación de engaños y manipulaciones que se tejen entre una madre y su hijo. La buena mujer, luego de ser abandonada por su esposo (médico exitoso que huye hacia Alemania Federal), decide casarse de nuevo, pero esta vez con la Patria Socialista y el Partido Comunista de la República Democrática Alemana. El hijo, que se siente responsable del infarto que coloca a su progenitora al borde de la muerte, y que se le desata luego de ver cómo la policía captura al joven en medio de una de las manifestaciones que a la postre terminan derrumbando el Muro de Berlín y unificando a Alemania, decide -cuando la señora recupera el conocimiento ocho meses después de haber entrado en coma- mantenerle oculta la verdad de los cambios radicales que se dan en el país teutón una vez demolido el socialismo. Alexander, el vástago, convierte el apartamento donde vive con su madre en una isla anclada en el pasado. En un museo del socialismo. Allí, la realidad aparece congelada. Para la dama, gracias al infatigable escamoteo de Alexander, su sueño persiste tanto en su casa como en ese país del que se había desconectado meses atrás.
Adiós, Lenin muestra el triunfo del capitalismo y de la economía de mercado sobre el atrasado e ineficiente socialismo. Gotas de ácido deja caer Becker sobre una burocracia incompetente y autoritaria que había impedido el crecimiento económico y la transformación tecnológica del país, y, para colmo de males, asfixiaba el alma del pueblo, al que hostigaba reprimiéndolo y negándole todo tipo de libertades, o al que fanatizaba, como había ocurrido con la madre de Alexander, quien de ser una modesta ama de casa indiferente al proceso político, se convierte, luego de un lavado de cerebro, en una beata y dócil activista cuya voluntad enajena al Estado, a la Patria Socialista y, desde luego, al Partido. Adiós, Lenin representa la despedida de Alemania Oriental de un sistema que -inspirado en las ideas colectivistas de Marx, Engels y del líder de la Revolución Rusa- tritura la iniciativa individual, aplana la vida cultural, pues uniforma los gustos y los intereses de la gente, y pulveriza toda forma de disidencia o protesta ante la camarilla que ejerce el poder.
La película, dirigida por un realizador inteligente, no incurre en el desatino de hacer una apología acrítica y melosa del capitalismo. Este sistema recibe lo suyo, no porque el cineasta quiera colocarse en una quimérica “tercera vía”, sino porque toda sociedad, es decir, todo conjunto de relaciones entre seres humanos es imperfecta, teñida de errores. La toma de Berlín oriental por parte del capitalismo triunfante de finales de los años 80 es avasallante, desmesurada. La Coca Cola o Burger King no se sientan con los alemanes a discutir cómo debe ser el tránsito de un país sumido en la miseria y las carencias, hacia otro con variados servicios, próspero y moderno. La furia insolente del capital provoca la queja de Wolfgang Becker. Pero no hay condena, ni demonización. Alemania, derrocada la barbarie socialista y sepultado Lenin, está obligada a encontrar sus propios caminos para reunificarse, en un cuadro en el que una de sus mitades ha sido sumida en la miseria material y espiritual por un sistema que anula al individuo, ataca la iniciativa privada y coloca la maquinaria del Estado al servicio de la represión.
Ver Good Bye, Lenin y contrastarla con lo que estamos viendo en Venezuela y con las proclamas socialistas cada vez más desenfadas de Chávez, produce una mezcla de desconcierto y rabia. Los ciudadanos de la antigua Alemania Federal han tenido que cargar con ese inmenso fardo que ha significado incluir en el desarrollo a los habitantes de la vieja Alemania comunista. La inversión en infraestructura, servicios, escuelas, industrias, formación para el trabajo, salud y, en general, modernización han sido gigantescos. Los trabajadores del oeste han tenido que financiar el paso del socialismo al capitalismo; o, lo que es lo mismo, del atraso al desarrollo. La herencia que deja el socialismo alemán, y todos los demás socialismos de Europa del Este, es funesta. Rumania, Bulgaria y los otros países ex socialistas, por fortuna han contado con el respaldo financiero de las democracias que triunfan en la II Guerra Mundial contra el nazismo y el fascismo, y que, posteriormente, se mantienen lejos de esa Cortina de Hierro que desde el Báltico hasta el Adriático, según la celebre expresión de Churchill, impone Stalin en los territorios que pasan a formar parte de la “esfera de influencia” soviética. En Francia, Inglaterra, Holanda, vuelve a florecer el capitalismo. Estas naciones, gracias al Plan Marshall y a la economía de mercado, se recuperan rápidamente después de a victoria de los Aliados. Esa es una de las caras de la moneda. La otra la representa la calamidad socialista. Todos los países detrás de la Cortina de Hierro quedaron rezagados. Ni siquiera la generosa ayuda soviética, repartida inmediatamente después de concluida la guerra, sirvió para resolver los déficit que el socialismo fue creando.
Esta deplorable realidad es la que muestra Adiós, Lenin. Por desgracia Hugo Chávez nos quiere retroceder a un camino del que los alemanes y todos los pueblos de Europa del Este vienen de regreso. Esperemos que pronto podamos decir: Adiós, Chávez.