Socialismo campamental
«Como vaya viniendo,
vamos viendo»
Eudomar Santos
(«Por estas calles»)
Puede decirse de una variedad cautelosa del socialismo, luego de fracasado en Europa Oriental. China está zafándose paulatinamente del modelo, aunque Cuba o Corea del Norte insisten en las facilidades que brinda la versión para la preservación y herencia del poder.
En Venezuela, luego de uno de los tantos procesos constituyentes que se alzan en el continente como promesa rápida y radical de redención, el régimen está sincerándose en relación a las ideas y propósitos que quizá supo bien ocultar cuando tocaron las campanas de un primer triunfo electoral, por 1998. Empero, la modalidad socialista que ensaya, absolutamente apegada a la sentencia del popular personaje de la ya vieja telenovela inicialmente escrita por Ibsen Martínez, adquiere características que la distancia de sus más severas elaboraciones teóricas, probadas en el duro campo de la lucha y de la polémica política, resignando a un Rigoberto Lanz al rincón solitario de los planteamientos de los que el oficialismo huye por su vocacional retraso, existencial improvisación e –increíble- previsión esotérica.
El socialismo fiscalista experimenta con sociedades de una básica cultura democrática que, paradójicamente, explican sus crisis fundamentales y prolongadas, por la intención dolosa de unos conductores siempre irremplazables, los deben tardar en desaparecer de la faz de la tierra para facilitar y propulsar al mesías que no sólo jamás explicará el fracaso histórico de un modelo de desarrollo, sino legitimará cualquier rechazo a una opción y a una discusión libres y sensatas sobre el destino compartido. Ultradependiente de una renta petrolera insuficiente para atajar el problemario social, susceptible de partidizarlo, apela a un sostenido endeudamiento público externo e interno, a los impuestos y a las utilidades cambiarias, en el intento de compensar sus ineficiencias, administrando altas dosis de corrupción que acepta como un tácito reconocimiento de lealtades, a sabiendas de su muy relativa incidencia en los procesos económicos.
Por lo pronto, tres notas adicionales caracterizan al socialismo de los campamentos: por una parte, la confiscación progresiva de los medios económicos y políticos de producción material y simbólica, radicalizando el capitalismo de Estado y convirtiendo la plebiscitación constante de sus elencos, en una herramienta más del culto a la personalidad presidencial. Y, aunque hoy la propiedad privada constituye la mejor garantía para la realización del destino universal de los bienes, insiste en una estatización de la propiedad, así como en la manipulación de las cooperativas y otras figuras adulteradas para una forzada premiación de los adherentes, tolerando también la distribución delictiva de la riqueza, asegurándose el autismo político de una oposición a la que le ha restado espacios objetivos y subjetivos de actuación y crítica, obteniendo dividendos de la polarización social: a lo sumo, el hecho político depende de una radical conducta personal de los títulares, antes que de las instituciones mismas, afianzando las relaciones primarias.
Por otra, la adopción permanente de medidas transitorias para la multiplicidad de los problemas que nos aquejan y, en lugar de sendas políticas públicas, adopta diferentes y muy publicitadas iniciativas que no afectan las causas estructurales, sino las recrean en una enfermiza campaña propagandista. Son variadas y contradictorias las vicisitudes sociales y económicas que atiende desde una perspectiva del campamento que intenta responderlas en un breve plazo, subordinados los problemas de la salud, del empleo, de la infraestructura o de la educación, por citar algunos ejemplos, a la prioridad que explica una concepción acabada y una inversión desmedida en los asuntos de seguridad y de defensa del mismo régimen: el militarismo está ocupando todos los resquicios anímicos y sociales que quedan, tiñendolos –por lo demás- de un lenguaje extraño a la civilidad (contrastando con el antigüo pretorianismo), en la calculada desestabilización geopolítica que pretende el gobierno nacional.
Luego, la sustentación social del régimen licenciatario reside en el «populacho» o «lumpemproletariado», irrenunciable apoyo cuando la propia clase obrera organizada no lo respalda, buhonerizando el poder. Expresión ésta que no sugiere ademán despectivo alguno, sino –en términos como los de Hannah Arendt- ofrece una señal cierta de la vasta operación de manipulación, fundada en concesiones, con sectores que conforman una clientela extraordinaria y que reacciona «ideológicamente» a los prejuicios de una sociedad con más de ochenta años bajo la férula petrolera, extraviando valores como el de la libertad, la paz, la convivencia: desnaturalizado el sentido y las experiencias de participación, actualmente dice encontrar unan creencia y, por supuesto, un altar donde oficiarla en procura de la porción de renta que ha de merecer en un país profusamente humboldtiano, de riquezas ilimitadas.
Creo así responder, lo más sumariamente posible, a los amables internautas que piden una explicación del socialismo que nos permitimos acuñar en otros textos, artículos y declaraciones de prensa. Lo cierto es que el que cursa en Venezuela, con la mirada puesta en una definitiva reforma constitucional para 2007, merece mayor atención que las mismas ocurrencias, anécdotas y vanidades de su presunto gestor.