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Emigrar en la tercera edad
El edificio donde vivo es como Cuba diminuta, donde el país mayor aparece representado con sus vicisitudes y sus esperanzas. Catorce pisos que hacen las veces de una biopsia de la realidad o un fragmento representativo de la vida allá afuera. Por años, la emigración de los jóvenes ha marcado la vida de este feo bloque de concreto que hace 30 años construyeron unos ilusionados microbrigadistas para brindar un techo a sus hijos. La mayoría de esos niños, ya convertidos en hombres y mujeres, no vive en la Isla hoy. Sin embargo, el éxodo se extiende de manera preocupante también hasta las personas de la tercera edad.
Hace unas semanas me tropecé en el pasillo con un vecino cuyos hijos marcharon hace tiempo hacia el país del norte. Entre postales por Navidad, visitas de vez en cuando y nostalgias, la familia ha tratado de superar la separación y el dolor de la ausencia. El señor, ya jubilado y con casi 70 años, me comentó que está vendiendo su apartamento. «Me voy», aseguró con una sonrisa de oreja a oreja. Otro pensionado que lo escuchó, le espetó burlonamente: «¡Tú estás loco! ¿Para qué te vas a ir si lo que te quedan son dos afeitadas«, en alusión a la posible brevedad de la existencia que tiene por delante.
Ni corto ni perezoso, el burlado respondió: «Sí, es cierto que me quedan dos afeitadas pero quiero que sean con Gillette». Con una pensión de apenas 20 CUC al mes, una vivienda que cada día muestra el paso del tiempo y de la falta de recursos para repararla, al futuro emigrante no parecen detenerlo las canas ni la edad. ¿Qué está llevando a tantos ancianos a elegir radicarse en el extranjero a pesar de la edad, la salud y el desarraigo? Ellos también sienten la falta de oportunidades, las dificultades del día a día y ─lo más significativo─ han terminado por concluir que el proyecto social al que le regalaron su juventud los ha defraudado y abandonado.