En el ojo del águila
Una película titulada “Rugido de Ratón” protagonizada por Peter Sellers y filmada en 1959, cuyo titulo inicial fue “El día que Nueva York fue invadida”, viene a mi memoria para iniciar este trabajo sobre otro lugar común que reza “no hay enemigo pequeño”.
En un lugar recóndito del mundo existía un pequeñísimo país que sobrellevaba su existencia con la exportación de un regalo que la naturaleza le había dado. Su principal comprador era el imperio mas poderoso de la época y los productos de esa negociación le permitía al escuálido país vivir de una economía de puertos. Todo lo que consumía el país mono productor provenía de otras latitudes lo que lo hacia sumamente vulnerable para mantener a su pueblo. Pero a su vez la dependencia del gran imperio de esa importación puso a trabajar a sus científicos para encontrar aceleradamente un substituto para tan onerosa dependencia. Ante esa eventualidad y para sobrevivir, el país exportador, bajo la premisa de que seria derrotado y al serlo seria protegido, decide declararle la guerra al gran imperio con el inusitado resultado de que resulto vencedor del coloso.
Esa fábula no se corresponde con la realidad. Recordemos las invasiones de Santo Domingo, Vietnam, Granada, Panamá, Irak y Somalia. El águila donde pone el ojo, pone la bala o la inteligencia. Ello en salvaguarda de sus intereses, que no serán muy éticos; pero corresponden a sus necesidades ideológicas o comerciales.
Se nos anuncia, con extraña insistencia, que los EE.UU. se desvelan en preparar una invasión sobre Venezuela en una pretendida confrontación provocada sin sentido, que parece tener el solo objetivo de generar apoyos internacionales y nuclear en derredor a seguidores de agresivo talante pero que puede desencadenar situaciones bélicas que a ningún venezolano parece convenirle y por ello se hace muy difícil solidarizarse con una petición de apoyo para esta táctica multipropósito. Ello, sobre todo cuando la agresión a más de medio país es constante, cuando se gobierna para un solo sector de la sociedad, cuando para mantenerse en el poder se recurren a las más sofisticadas técnicas de la guerra psicológica y a la negativa premisa de “miente, miente, que algo queda”. Todo ello para arrinconar a los presuntos enemigos y a los partidarios de ideas distintas a las que pregonan los que detentan el poder.
Es difícil adherirse a una campaña de agresión, o de defensa, cuando no hay convicción de lo que se solicita respaldar. Cuando hay hambre o cuando parte de la población se convierte en rehén de un poder atosigante. Cuando comerciantes ávidos de riqueza atesoran fortunas a la sombra del poder y otros cierran sus empresas por ausencia de clientela por haber firmado a favor de actitudes opositoras al inquilino de la casa presidencial. Cuando diariamente aparecen denuncias de corrupción y mal manejo de los dineros públicos. Cuando familias lloran a las victimas de la violencia desenfrenada. Cuando se vulnera el derecho a la propiedad y se persigue como delito la libertad de expresión apelando a seudos procesos legales. Cuando se aprecia, tras una mascarada de fuerza, la debilidad.
Es difícil ser temerario cuando la desigualdad de la potencia militar es evidente, cuando uno de los contrincantes es dueño de la potencia armada más importante del planeta. Lo inteligente es jugar ajedrez y no involucrase en una contienda “contacto completo” que traería como consecuencia la derrota de todos.
Pero si se trata nada más de bravuconeadas tácticas aparentes y de silencios como respuestas, mientras continúan los negocios, tenemos poco de que preocuparnos.