Fundamentalismo político
El fundamentalismo religioso o político se mide por el terrible lugar que tienen los “otros”. En aquellos estados musulmanes que realmente son fundamentalistas, cambiar de religión es delito, como en la España del siglo XVII (al igual que en toda Europa) era pasarse de católico a luterano o ser judío. Para el “otro” sólo queda la cárcel, el exilio, la clandestinidad y, con frecuencia, la muerte. En el fundamentalismo de todos los tiempos el otro no tiene lugar, su vida no vale, es una amenaza y hay que eliminarlo.
El fundamentalismo político no es cosa del pasado. También hoy florecen regímenes y actitudes mentales que excluyen, persiguen, encarcelan y exilian a los que piensan distinto. Tampoco es cosa de países “atrasados”: el fundamentalismo norteamericano de hoy y el alemán de ayer, florecen y logran grandes apoyos en países “desarrollados”. En las dictaduras argentinas en décadas recientes el secuestro la tortura y el asesinato eran “legítimos”, si de opositores se trataba. En Cuba hoy, si usted quiere expresar en política ideas distintas de quien manda desde hace 47 años, prepárese para la cárcel o el exilio. Si no, aprenda a fingir, a disfrazarse y a inscribirse en el partido. No hay lugar en la política para las ideas distintas y quienes las defienden no tienen derechos, son malvados, agentes del imperialismo, delincuentes. Combatirlos, quitarles la vida es la guerra santa que merece premio eterno.
Los fundamentalistas políticos no son demócratas, aunque hagan elecciones y se aprovechen de su apariencia. La democracia necesariamente se basa en la dignidad de las personas, la pluralidad de opiniones políticas y en la plena libertad para expresarlas y hacer propuestas públicas alternativas.
El fundamentalismo en el poder, por algún cálculo de conveniencia política puede tolerar a los opositores, pero ello no proviene de una visión plural de la vida y de la sociedad, ni del reconocimiento del derecho inalienable a disentir, sino que es una concesión que el “perdonavidas” en el poder hace a los “otros” y que será revocada cuando le dé la gana.
Para saber si vivimos en democracia, no basta mirar las declaraciones, ni las instituciones formales, hay que ir a los fundamentos: si alguien en el poder cree que su punto de vista político es absoluto y redondo, y tiene la salvación y la verdad única para todos, o la exclusiva de cuanta buena voluntad, honradez y capacidad hay en la sociedad, los demás serán corruptos, golpistas, lacayos del imperialismo, agentes de la CIA, chupasangres del pueblo, curas con demonio debajo de la sotana o cúpulas podridas cuyas cabezas “hay que freír”.
Ciertamente en Venezuela no vivimos en un régimen fundamentalista, aunque haya acciones e indudables ráfagas de vientos verbales siberianos. Pero si queremos futuro democrático, desde el Presidente para abajo, tendremos que desterrar el fundamentalismo político y no dividir la sociedad en absolutamente buenos “los míos” (que los mantengo en cargos aunque sean corruptos e ineptos) y los absolutamente malos “los otros” (aunque sean honrados y capaces). Por cierto también en la oposición hay fundamentalistas desatados para quienes todo lo del gobierno es malo, aun lo que parezca aceptable, pues se trata del disfraz que oculta la maldad y la intención criminal.
Bajo supuestos fundamentalistas todo diálogo es una farsa. No son compatibles la descalificación total y el diálogo constructivo. Por eso es importante lo que recientemente nos dice la Conferencia Episcopal sobre la importancia de “tener clara conciencia de que las vías de solución a nuestros problemas solamente las podemos descubrir o construir entre los venezolanos. Por ello consideramos que si todos, con diferente grado de responsabilidad somos parte de los problemas, debemos ser, de la misma manera, parte de la solución. No debe continuar el enfrentamiento entre hermanos y la abierta preferencia del gobierno por los que apoyan su opción. Nadie debe ser excluido ni quedarse indiferente por tener una ideología distinta”.
La corrupción y la incapacidad no son monopolio de los políticos del pasado, ni la buena intención y competencia profesional el fruto natural de éste; basta ver los hechos, luego de siete años. En Venezuela debemos temer la incapacidad y el clientelismo partidista, la corrupción e irrespeto de quienes están en el poder hoy, sin olvidar, ni desear que vuelvan, los mismos vicios de los que ayer estuvieron en el gobierno. Ahí está el cambio que necesitamos. Tampoco podemos creer en paraísos políticos con la ilusa promesa de erradicar el árbol del mal y producir desde el Estado “el hombre nuevo”, aunque se invoque al Che Guevara y otros mitos. El futuro de esperanza democrática con resultados sociales no se puede construir sobre la mentira y el infantilismo político, que preña las mentes de ilusiones guerreristas para terminar pariendo desastres. Hay que combatir el mal, aunque venga de los “nuestros” y aceptar los aportes constructivos, aunque a veces vengan de los “otros”. La frustrante tragicomedia de las palabras debe ceder paso a la verdad de los hechos constructivos. El fundamentalismo político lleva a la muerte, al autoritarismo y a la exclusión. Por eso no es democrático, ni venezolano, ni creador de vida.