Opinión Nacional

Cabezazos

No me interesa ni entiendo el fútbol pero añoro el Mundial: Caracas fue otra
durante casi un mes. Consultaba el calendario de partidos con el único fin
de calcular las mejores horas para salir a hacer diligencias, sin tropezar
con tráfico ni colas en los bancos o supermercados. Esas dos horas de cada
partido eran de una paz general apenas interrumpida por unos espaciados
gritos de goooal. Este es un país parejero lo que contribuye, en buena
medida, a su cualidad de insólito. Durante casi un mes observé por las
ventanas de mi apartamento, a los niños del vecindario pateando una pelota
de fútbol a toda hora. Desde el domingo nueve de julio no se repite esa
escena. La gente salía corriendo como alma que lleva el diablo antes de cada
partido para llegar al lugar donde se reuniría con familiares o amigos para
verlo. Cada espectador venezolano era un experto con autoridad para criticar
a los entrenadores, capitanes, jugadores y árbitros, y para proponer lo que
debía hacerse en cada caso. Ni siquiera la prematura derrota de Brasil, un
equipo con tantos fans venezolanos sin que se sepa por qué, bajó el nivel
nacional de futbolmanía. Pero cuarenta y ocho horas después de concluido el
encuentro en Alemania, el fútbol fue echado en lo más profundo de un cajón y
el tema de primera plana pasó a ser el Juego de las Estrellas del béisbol de
grandes ligas norteamericano.

Aquí es importante hacer un paréntesis, el presidente Chávez que -es
oportuno recordar- se metió a militar a regañadientes ya que su vocación lo
empujaba hacia el béisbol profesional; no se atrevió durante tres semanas
consecutivas a endilgarnos su culebrón dominical. Le horrorizó ganarse la
inquina de los fanáticos del balompié. Pero no le tembló el pulso para
cortarle a sus súbditos la posibilidad de ver el Juego de las Estrellas, en
el cual brilló como manager del equipo de la Liga americana (el ganador)
nada menos que nuestro compatriota Oswaldo Guillén. ¿Una manera de hacerle
el fó al deporte imperial? ¿Ya se le olvidó que cuando tenía quince kilos y
siete años de gobierno menos que ahora, no desaprovechaba la oportunidad de
alternar el uniforme militar con el de pelotero para intervenir en juegos
hasta internacionales?
Pero vayamos a lo que nos llama más la atención: la banalización del fútbol
como consecuencia de ese fanatismo artificial o postizo que se desata cada
cuatro años en Venezuela. Mientras algunos se quedaban sin uñas y sin pelos
cuando sus equipos se enfrentaban en Alemania, otros se dedicaban a difundir
por Internet mensajes de franca burla política; por ejemplo: esos en los que
demostraba la nefasta influencia del teniente coronel en los equipos cuyos
gobiernos le han hecho carantoñas. Apenas se supo de la visita de Kirchner y
que sería él quien diría el discurso en la sesión solemne del 5 de julio,
cayó Argentina. Alguien salió de adulante a regalarle una camiseta de Brasil
con el número 10 (en evidente alusión a los diez millones de votos que
Chávez amenaza “meternos por el buche”) y se derrumbó Brasil. Poco después
manifestó preferencias por Alemania y se desplomó el equipo alemán. Tuvieron
mucha suerte los italianos y los franceses, porque ése que opina de todo no
les dedicó ninguna alusión. Solo así pudieron casi igualarse en la final.

Sin embargo, ocurrió lo de Zizou o Zidane.

Algunos ociosos se han dado a la tarea de tergiversar los hechos; según
ellos el insulto de Materazzi que tanto enfureció a la gloria
argelino-francesa, fue llamarlo “chavista”. Ofendido de esa manera Zidane no
pudo aguantarse y le propinó el golpe con su dura cabeza al italiano.

Sabemos que nada de eso ocurrió pero así somos los venezolanos: rápidos para
el chiste y todo lo que sea mamadera de gallo y lerdos para las cosas serias

Para no cargarnos tanto la mano a nosotros mismos, reconozcamos que el
cabezazo de Zidane relegó a segundo plano –universalmente- las más
importantes incidencias del Mundial. Un deporte que tiene su belleza
intrínseca ya que por momentos parece ballet, dejó de merecer los
comentarios de especialistas para desviarse hacia un incidente de violencia.

En todas partes, por lo visto, el escándalo vende mucho más que cualquier
otra noticia.

Si uno analiza esa circunstancia, que no es ningún descubrimiento, podría hasta entender por qué después de siete años de horrores, seguimos soportando a Chávez sin saber cómo salir de él y con la casi convicción de que aún nos falta mucho por soportar. El secreto está en los cabezazos que el susodicho nos propina cada vez que se dirige a la nación, lo cual ocurre cada dos por tres. Golpea y golpea sin que el adversario tenga tiempo para reaccionar y recuperarse. Las alocuciones presidenciales crean, en todas partes y en todo tiempo, expectativas de anuncios positivos, de planes para beneficiar a la mayoría; Chávez inauguró la modalidad de dirigirse a la mitad del país para que se sepa de qué mal se va a morir la otra mitad. Y le ha funcionado.

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