La mala telenovela
En la novela de Mario Vargas Llosa, “La tía Julia y el escribidor”, Marito (protagonista en la ficción y joven voz del autor) confesaba su admiración por la maña que Pedro Camacho, exitoso “escribidor” de radioteatros, exhibía para “embrujar” a la audiencia con sus historias. El contrapunto entre la evolución de dos hombres muy distintos pero igualmente apasionados por la escritura, paralelamente desgranado en la lúdica dinámica de los capítulos pares e impares, termina convocando en la narrativa de Camacho un descocado avance hacia el enredo, cada vez mayor: la truculencia desbordada, el amasijo promiscuo de tramas y personajes, la decadencia previsible, como corolario de caos final e incontrolable. Camacho –quien confiesa no leer para “no ver influido su estilo”- cedía así ante la tiranía de la popularidad, la necesidad de mantener atractivo su propio esperpento, a toda costa: incluso, si suponía el sacrificio de la lógica más elemental.
Sabemos bien cuánto puede desquiciar esa tiranía del rating. En país donde la telenovela, joven pariente del folletón y la radionovela, ha despuntado siempre como imbatible género televisivo (no en balde en los 80-90, y con record Guiness de por medio, fuimos verdadera potencia mundial en materia de exportación de célebres producciones hechas en casa) estamos entrenados para advertir cuándo una “telenovela mala” comienza a dar arañazos de supervivencia. Como las historias fallidas de Camacho, ahogadas por su intrascendencia estética y su desesperado aferramiento a lo inverosímil, la telenovela que ha perdido el favor del público tiende a chapotear en indigno pozo de truculencia y morbo, haciéndose aquí y allá de señuelos: protagonistas que de golpe se vuelven ciegos, pasmosas vueltas a la vida, incestos trajinados para abortar amores, accidentes enigmáticos donde todos mueren menos el galán, aunque tras el trance no logre recuperar la memoria; embarazos improbables como el de Sara, mujer de Abraham; profecías o juramentos que involucran información vital y que no necesitan demostrarse, porque, ¿quién dudaría de la palabra del buen padre adoptivo de la sufrida galana? Y todo, por desarmar el pérfido descenso de esa línea que mide –oh, cruel paradoja- el precario, fugaz amor de una audiencia cada vez más exigente; ávida del seductor, catártico embeleso, sí, pero no menos urgida de certezas.
Tal vez esa atávica vocación por el melodrama esté sacudiendo nuestra realidad “por estas días”, como parafraseaba Luis Manuel Esculpi, en juguetona alusión a la memorable telenovela de Ibsen Martínez. La obcecada pasión, el “Passio” (“Sufrimiento” en latín, derivado del griego “Paskhein«) que en buena parte los griegos arrimaron a nuestro talante, suele afectar, para bien y mal, toda instancia de nuestra vida. La política, por supuesto, escenario de “agonía”, de humana lucha por el poder donde confluyen, por ende, las grandes pasiones, no escapa a ese influjo. “Nada grande se ha hecho en el mundo sin una gran pasión”, apunta Hegel: la pasión en política es crucial, en tanto moviliza la esperanza y la fe, germen de toda evolución, de todo cambio. El aprieto surge cuando el desorden de esa pasión supera todo rasgo de razón, y su porfía se erige en sustituto de la realidad.
La pregunta es si contra la devastadora contundencia de los hechos, traducida en la pérdida de popularidad de un dirigente o de un Gobierno, por ejemplo, podrá algo la tosca manipulación. Aspiración poco probable si se considera que ese público cuyo favor pretende recuperarse, ya no es presa de la pasión irreflexiva que inspira Eros (los griegos representaron al dios como un niño ciego, sordo, caprichoso e incapaz de piedad hasta con su propia madre). Es justo presumir que el desengañado no responderá igual ante la trapacera o confusa información; ante la lógica invertida, el desafuero, la promesa sin anticipos o un sentido “te lo juro” que prescindiendo de todo alegato racional, pretende ponernos un dedo en la boca como asomando: “No preguntes más, amor, no quieras saber. Confía en mí, sólo confía”.
La pasión del amor es valiosa, pero muy triste cuando conduce a la desdicha, musita Flaubert; agridulce ironía, pues, que la lógica del desamor, del desapasionamiento, concurra a veces para salvarnos del reguero de la desolación. Aunque algunos insistan en forzar verdades que lucen cada vez más estrambóticas, desoyendo reclamos que ya son estridentes y acuciosos, alegando guerras económicas o conjuras internacionales para justificar la ausencia obscena de resultados, es poco probable atenuar el implacable sondeo del desafecto que hoy registran las encuestas. Ese “no jures más, amor, que me has perdido.”
Hace un tiempo, cuando los sucesos en Venezuela apenas comenzaban a parir nuevos turning points para esta sufrida y no menos apasionante historia, un buen amigo y magnífico actor, con el tono ritual de un corifeo, me dijo: “Más que tragedia; esto es una mala telenovela”. Habrá que ver qué nos depara el próximo capítulo.
@Mibelis