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El mercado de la política

Si bien para algunos pocos es muy evidente que la política no es más que un mercado como tantos otros, lamentablemente, la mayoría de los ciudadanos no logra asumirlo y espera que su comportamiento sea diferente sin comprender sus reglas más básicas y elementales.

Como en todo ámbito en el que se encuentran la oferta y la demanda, la política termina descubriendo un punto de equilibrio. Siempre esa armonía es inestable, un mero acuerdo transitorio en constante mutación. Cualquier movimiento leve conduce a la búsqueda de un nuevo punto de confluencia.

Si se entiende que la política es un mercado, es mucho más fácil vislumbrar que el resultado que se obtiene hoy no es más que el producto de lo que la sumatoria de oferentes y demandantes lograron acordar en un instante.

Un ejemplo omnipresente es el de las propuestas de campaña. Un sector de la sociedad se suele quejar diciendo que los candidatos no plantean propuestas concretas. Algunos dirigentes hasta se animan a enumerarlas, pero jamás son demasiado específicos para describir como las concretarán.

Sin embargo parece que quienes demandan ese tipo de exigencias a los políticos no son los suficientes. De lo contrario los candidatos se tomarían en serio la cuestión y le dedicarían más energías a ese reclamo.

En realidad, no hacen propuestas precisas, ni dicen como las realizarán porque eso no es suficientemente valorado por los ciudadanos. Es probable que esto explique porque unos y otros, políticos y ciudadanos, se comportan de un modo relativamente similar.

No vale la pena pedir algo que igualmente no otorgarán dicen los ciudadanos, mientras los políticos afirman que no tiene sentido proponer algo que tampoco es determinante. Todo funciona de este modo y seguirá así. No existen estímulos suficientes para que se modifiquen esas actitudes.

Un «mercado libre», eventualmente, optimizaría los resultados colocándolos en su máximo punto de eficiencia. Pero claro, la actividad política no ha quedado exenta de la corriente intervencionista que rige esta era.

Es factible que la política del presente funcione de un modo ineficiente e inadecuado porque sus reglas han sido permanentemente manipuladas por quienes ostentan el poder y establecen esas normativas intencionalmente.

Se trata de un espacio brutalmente intervenido, absolutamente regulado, que instaura pautas que impiden, deliberadamente, la indispensable competencia. La extensa nómina de interferencias que exhibe este mercado político explica la escasez de alternativas. Por eso la gente termina optando entre lo disponible sin tener chances de ejercer legítimas elecciones libres.

Si se esperan progresos en la materia, resulta vital disminuir los obstáculos de acceso a la política y fomentar una verdadera competencia, esa que impulsa a brindar lo mejor para que los ciudadanos tengan opciones.

Como en todo mercado, los oferentes hacen lo que sea para satisfacer las pretensiones de la sociedad. No lo harán por altruismo, bondad natural o integridad personal, sino porque de lo contrario, siempre se corre el riesgo de que otro irrumpa en la escena y logre interpretar mejor las demandas.

El régimen actual solo encierra a los «consumidores» sin otorgarle salidas. Pero esto tampoco es casualidad. Los dueños del sistema se han ocupado de bloquear intencionalmente a los potenciales nuevos dirigentes.

Es por esa razón que existen muchas legislaciones en las que los partidos políticos tienen el monopolio formal de la representación. En ellas, los ciudadanos no pueden siquiera postularse sino pertenecen a una facción.

Como sucede en otros mercados, los oferentes intentan eliminar adversarios recurriendo a restricciones legales que les permitan limitar la oferta. Para hacerlo, utilizan argumentos que hasta parecen razonables.

Un caso emblemático, cuya comparación es pertinente, es el de los industriales nacionales que se amparan en la sinuosa justificación de las posibles fuentes de trabajo perdidas para evitar que sus rivales extranjeros puedan ofrecer productos de mayor calidad o mejor precio. Esos pseudo empresarios apelan al tráfico de influencias para impedir que ingresen nuevos actores y su herramienta predilecta son las barreras aduaneras.

La política no es diferente. Los dirigentes contemporáneos, se ocupan de establecer normas que le garanticen la exclusividad de la representación. De hecho, los partidos mayoritarios acuerdan esas reglas para repartirse las porciones de poder. Listas sábanas, sistemas complejos de elecciones, de fiscalización, pisos mínimos para obtener representación, personería política con limitaciones de tiempo, cualquier instrumento es eficaz para quitar del camino a cualquier entrometido que quiera modificar el esquema vigente.

Si se espera que la política cambie, habrá que flexibilizar sus reglas, para que sean muchos los que deseen participar y puedan hacerlo sin una burocracia que se interponga. Si los ciudadanos tienen más poder, dispondrán de una mayor cantidad de alternativas para seleccionar. Nada asegura la perfección, pero esa dinámica incentivará a los postulantes a ser mejores e intentar seducir de otro modo a su potencial electorado.

Si se sigue creyendo que la política es solo servicio a la comunidad y que debe ser un apostolado vocacional, no se ha comprendido la naturaleza de las transacciones entre individuos. Ningún problema puede ser resuelto si antes no se comprende su dinámica. Si se quiere que la política sea el motor del cambio se debe entender primero que también es un mercado.

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