¿Qué pasaría en Venezuela?
Soñar no solo es barato sino además agradable: cerramos los ojos, imaginamos
situaciones idílicas y nos sentimos transportados a un mundo feliz. Uno
podría, por ejemplo, realizar ese ejercicio vista la noticia sobre los
trastornos de salud de Fidel Castro. Lo imaginamos no en una sala de
operaciones o en una de cuidados intensivos sino en capilla ardiente. Al fin y al
cabo imaginarlo muerto no es ninguna falta de piedad, se trata no solo de un
octogenario sino de alguien que destinó más de la mitad de su vida a
pisotear los derechos humanos de todo un pueblo y a cometer crímenes de lesa
humanidad.
Vemos -como en una película- a decenas de miles de cubanos
manifestando su desconsuelo por la pérdida de quien ha sido padre, abuelo y
bisabuelo impuesto a varias generaciones de esa torturada isla. Surge
entonces la figura velada y misteriosa de Raúl Castro, el hermanito, sobre
quien se tejen las más diversas leyendas: desde su alcoholismo con cirrosis
hepática incluida, hasta sus debilidades perestroikistas que provocaron el
enjuiciamiento y ejecución del general Arnaldo Ochoa y compañía. El
hermanito pudo salvarse precisamente por esos lazos de sangre.
Seguimos soñando despiertos y Raúl Castro decide dar paso a la apertura
democrática en Cuba. La cosa comienza un poco al estilo chino: por la
economía, pero poco a poco se produce un aflojamiento de las cadenas y una
transición hacia la democracia parecida a la española. Un buen día hay
elecciones libres y pulcras supervisadas por organismos e instancias
internacionales y Cuba ingresa al club de los países democráticos del
continente. Se produce el reencuentro de familias cuando millares de
exiliados pueden ingresar libremente a la Isla y a su vez aquellos cubanos
que nunca pudieron conocer otros mundos, tienen libertad plena para viajar a
donde les plazca. Llegan inversionistas de todas partes y le apuestan a la
prosperidad de un país que cuenta con un enorme potencial humano, a pesar
del daño enorme que causaron cuarenta y siete años de estatismo.
En ese sueño hay alguien que llora desesperadamente, el doble o el triple
que el más fidelista de todos los cubanos. Se trata del presidente
venezolano. Se le murió el padre putativo, el modelo, el ejemplo y el mentor
político. ¿A quién acudirá ahora en busca de consejo en las situaciones
difíciles? ¿Quién lo secundará en su guerra solitaria contra el Imperio?
¿Con qué médicos y paramédicos contará ahora para desestimular, humillar y
doblegar a los médicos venezolanos? ¿Dónde conseguirá a esos oficiales
extranjeros que espíen y le pongan la pata encima a los criollitos
venezolanos para que no les ocurra alzarse? Además quedar solo, aislado,
reducido a ser el único dictador en toda la América no es como para sentirse
cómodo. Compartir con Fidel Castro esa categoría daba mucho nivel, le
permitía que las Izquierdas se hicieran la vista gorda con sus abusos y
arbitrariedades militaristas, entre ellas la de perpetuarse en el poder. En
vida de Castro fue beneficiario de la tolerancia cómplice y de la
benevolencia cínica de gobiernos, organizaciones internacionales e
individualidades que le permitieron a aquel permanecer cuarenta y siete años
en el poder haciendo y deshaciendo a su antojo. ¿Sin Castro podría continuar
esa situación, sobre todo si él dista mucho de ser Fidel en un país que
dista mucho de querer parecerse a la Cuba doblegada?
Ya con los ojos bien abiertos es motivo de llanto racionalizar que a los venezolanos amantes de la libertad nos importe más que a ningún otro pueblo -salvo el cubano- la vida o muerte del tirano caribeño. Castro era para nosotros, hasta hace siete años, una maldición de la que logramos librarnos en los años 60, pero vista a la distancia con indiferencia similar a la que nos inspiraban los dictadores africanos o asiáticos. Hoy se trata de nuestra propia democracia a punto de expirar para seguir el modelo de satrapía imperante en la Cuba de Fidel vivo. Hoy nos importa como a nadie- salvo los cubanos- la suerte del dictador porque lo que no logró por la vía de las armas y de la sangre derramada en aquellos años en que nuestros militares defendieron la soberanía patria, lo ha logrado sin disparar un solo tiro: hacernos sus siervos.