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La afición por el error

A contrapelo de poderosas tesis que históricamente han promovido la evitación del error como principio del aprendizaje (Skinner), posturas recientes tienden a ser tolerantes con la idea de que es sano cometer errores: eso puede llevarnos a encontrar nuevos enfoques para los problemas, a ser, incluso, más creativos y flexibles. Charles Darwin, a sus 70 años, decía: “Me encantan los experimentos tontos… siempre los estoy haciendo”, tal vez aludiendo al periplo de largo, azaroso y necesario ensayo que el científico desafía antes de descubrir algo grandioso. Sin ánimos de distorsionar esa visión al punto de hacer del error algo positivo per se, se trata de entender su admisión y empleo instrumental, pues, como estrategia didáctica y de cambio. Nada apartado, por cierto, de la visión filosófica que considera al error, en tanto fecundo riesgo, como punto de partida de la búsqueda de la verdad: el mismo Hegel clamó: “Ten el valor de equivocarte”. Quien se atreve a encarar el dolor de su frágil humanidad asumiendo su equivocación a tiempo, puede evitar una vida entera de fracasos y por tanto, de evasión, de sempiterno e inútil intento, de no-encuentro con la realidad.

El errar, entonces, bien podría librarse de su connotación punitiva, siempre que ello implique detenerse un instante a evaluar acciones y descartar lo que no resultó útil. Equivocarse, sí, siempre que anticipe alguna iluminación respecto a cuál debe ser –o no- el siguiente paso a tomar. Pero, ¿qué ocurre cuando la decisión es vivir para siempre en la zona de atasco que erige el error, en suerte de terca negación a evolucionar? ¿Qué pasa cuando un entorno hostil nos agobia, cuando la necesidad de soluciones aprieta y la no calculada asunción de riesgos compromete el futuro? ¿No es un sinsentido desgastarse en cíclico tanteo de fallos, si alrededor los recursos escasean y el tiempo para reaccionar apunta con su dedo lívido y fantasmagórico?

Definitivamente, aficionarse al error en tiempos de crisis resulta muy costoso: mucho más si el eco de tal afición salpica, condiciona e inmoviliza la vida política. Pero, paradójicamente, es ese ámbito donde el reconocimiento del aparatoso o discreto traspié parece menos común, en la medida en que, amén de comprometer la infalibilidad de ciertos dogmas, de cierto discurso, ello puede suponer lanza certera al quebradizo ego de los dirigentes. El líder político –también humano, no lo olvidemos nunca- a veces se percibe como alguien que jamás se equivoca: ese terrenal derecho parece estarle vedado. Y en ese juego perversamente numinoso en el que un líder protege a toda costa su autoestima e imagen y otros muchos apuestan a que jamás falle (pues eso significaría que ellos también han fallado al escogerlo) se nos va la vida y el futuro, sin que la elemental rectificación sea considerada.

Huelga decir que en Venezuela sobran los ejemplos de tan rígida dinámica, en uno y otro bando, entre dirigencia y adeptos. La introyección del populismo nos ha condicionado de algún modo para adecuar nuestra percepción y expectativas a tales términos: ni antes ni ahora han faltado caudillos, líderes únicos, mesías, “mayoristas de la verdad” que nos advierten “O estás conmigo, o estás contra mí”, y vuelven pecaminosa la crítica y la autocrítica, la posibilidad de elegir y corregir: y por tanto, la de pensar libremente. No advertimos que en esa rudimentaria concepción de la política como un “Club de amigos” donde manda el vínculo afectivo, se revela su némesis, la anti-política. Reconocer errores, apuntar fallas y desnudar el eventual desacierto propio y ajeno en el marco de esa guerra simbólica por el poder que es la política, suele implicar por el contrario no sólo ganar enemigos, sino perder “amistades”: y esa perspectiva pareciera aterrar a cierta confundida dirigencia, patológicamente urgida de amor y atención, deliberadamente atrapada entre su “yo” y el “nosotros”.

“Corregir una elección es parte del pensar”, nos alerta Fernando Mires: “sólo puede corregir quien mal ha elegido”. He allí la clave: creo que a Venezuela le llegó la hora de admitir que ha elegido mal, que lo sigue haciendo, y que si renunciando a la tiranía de las vísceras no le da un mínimo respiro a la razón para identificar y reparar los viejos y nuevos errores, lo va a seguir haciendo en el futuro. Toca al liderazgo democrático dar ejemplo, superar el miedo a exponerse con toda su limitada pero potencialmente sabia humanidad, y reconocer de una vez que de insistir en los mismos métodos, propuestas o estrategias fallidas, jamás torcerán la previsible vara de los resultados: en ello se juegan su supervivencia. A los ciudadanos, por nuestra parte, corresponde congraciarnos con la idea de que la equivocación ocasional no nos hace culpables o menos eficaces: pero sí lo hace el no entrenar la visión y el talante para advertir no otra, sino la misma piedra, en el mismo punto: ese nuevo tropiezo sin moraleja que se hace ya agotador y penoso, de tan repetitivo.

@Mibelis

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