Opinión Nacional

Una historia común, pero con los demócratas

Antonio Sánchez García
A Nicolás Maduro, canciller

«Tenemos una historia común, en los últimos 30 años, miles de chilenos estuvieron con el pueblo venezolano trabajando y estudiando en la década del 70 y el 80».

Esas palabras no las dijo Rafael Caldera, que fuera quien abriera las puertas de la embajada de Venezuela en Santiago nada más desatarse el feroz golpe de Estado de las fuerzas armadas chilenas contra su gobierno legalmente constituido aquel aciago 11 de septiembre de 1973. Tampoco las dijo Carlos Andrés Pérez, quien continuara la obra solidaria de su antecesor permitiendo la entrada de decenas de miles de chilenos, a quienes no sólo se les asiló: se les dio trabajo, afecto, protección. Fue su gobernador en Caracas, Diego Arria, quien adelantara todas las gestiones que permitieron la liberación de algunos presos políticos que se encontraban en la isla de Dawson, en el extremo sur de la Patagonia. De entre ellos, su amigo Orlando Letelier, al que acompañara en su vida y en su muerte.

Pudieron haberlas dicho Luis Herrera Campins y Jaime Lusinchi, que sin desmerecer la obra de los anteriores continuaron cuidando de sus refugiados chilenos con la misma fraternidad. Ambos conocían Chile y mantenían los más profundos lazos de camaradería con sus partidos hermanos. Lusinchi había pasado años de exilio bajo la protección de democratacristianos, radicales y socialistas chilenos. Como Rómulo, por cierto, amigo entrañable de Salvador Allende y de Eduardo Frei desde finales de los años treinta, cuando el joven Betancourt viviera en Santiago como en su propio país.

Pudo haberlo dicho incluso Ramón J. Velásquez, aunque su gobierno tuvo la fortuna de compartir democracia y solidaridad con un pueblo que, gracias a su tenacidad y sentido de la responsabilidad histórica, había terminado por sacudirse la pesadilla pinochetista bajo las banderas de la concertación y el entendimiento entre democristianos y socialistas, de la que quedaron fuera las fuerzas del extremismo político chileno: el Partido Comunista, el MIR.

Quien no tiene derecho a ponerlas en su boca es el canciller Nicolás Maduro, que sin embargo fue quien, en un lapsus, las emitiera. Pues para él y su jefe, el teniente coronel Hugo Chávez, esos gobiernos y esos gobernantes son la vergüenza del puntofijismo. Las dijo quien representa a quienes no movieron un dedo por esas decenas de miles de chilenos que escapaban de una dictadura. Porque ya conspiraban en la sombra para estrangular la democracia venezolana que acogía a esos desterrados y preparaban las condiciones para asaltar el Poder y establecer entre nosotros la misma dictadura, acaso peor, que la del pinochetismo.

Las fuerzas de la concertación chilena que hoy gobiernan esa ejemplar democracia no encuentran interlocutores naturales entre emeverristas, comunistas, pepetistas, tupamaros y otros grupos que siguen al caudillo. La encuentran entre social cristianos y socialdemócratas. Entre masistas como Teodoro Petkoff y Pompeyo Márquez que fueron desde siempre y para siempre solidarios con el pueblo chileno. La tienen entre artistas plásticos como Zapata y cantantes, como Soledad Bravo, que llevó su denuncia en contra de la dictadura de Pinochet por todos los escenarios del mundo. Al extremo que en muchos de esos países la tomaban por chilena.

Si el canciller asumiera sus palabras y significaran algo más que una mera declamación oportunista, ya le habría corregido a su jefe, que culpa a la CIA de un crimen cometido por Pinochet y su secuaz, Manuel Contreras. Reconocería con hidalguía que a Orlando Letelier no podía asesinarlo quien enviara a su hombre de confianza a rescatarlo de las garras del militarismo chileno: Carlos Andrés Pérez. Y tendría que caer en la insoportable evidencia de que la cuarta república fue el hogar solidario en que encontraron refugio los perseguidos de América. Entonces, una democracia ejemplar que los demócratas venezolanos no olvidamos ni traicionaremos.

¿Podría hacerlo? Tengo muy serias dudas al respecto.

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